El árbitro tomó la pelota y la presionó entre su brazo izquierdo y las costillas, contó doce pasos desde el arco, marcó una cruz en el piso de tierra con la punta de su zapatilla derecha y la bajó al piso. Boris la tomó con delicadeza, la levantó con ambas manos, le sacó brillo en su polera, acarició su casco y le dio un beso. Se alejó hacia atrás sin quitar la vista de ella. Recorrió con la mirada cada costura que unía los pentágonos negros y blancos como si fueran valles de un planeta por él conocido.
El Monito Alcota en cambio, lo miraba a él. Quería adivinar qué lado elegiría, con qué fuerza patearía, a qué altura dispararía el torpedo. Humedeció su dedo índice con la poca saliva que tenía, y lo elevó por sobre su cabeza para determinar la dirección del viento y calcular la trayectoria de la pelota.
Boris Alcántara tenía trece años y había llegado al pueblo salitrero hacía un año desde el sur del país. El “Huaso” le decían. Su padre era boxeador de afición, amante de los deportes y lo entrenaba a diario. Boris era capaz de dar tres vueltas completas a un estadio dominando la pelota. Era un monstruo del balompié. El grosor de una de sus piernas era el equivalente a tres de los demás niños; el ancho de su espalda daba más sombra que los escuálidos árboles del pueblo.
El equipo de Los Piratas del Desierto lo había fichado en su equipo para la final del domingo ofreciéndole una gaseosa de litro, un queque y un alfajor una vez que terminara el encuentro, oferta que se doblaría si lograban ganar. Alcántara accedió con la condición que se jugara el partido con su pelota profesional de cuero.
Ellos tenían a Alcántara, pero Los Pumas, tenían al Monito Tobías Alcota, de doce años, el mejor arquero del campeonato, que llevaba jugando con ellos un mes y sólo lo habían “fusilado” dos veces. Nacido y criado en el desierto, nunca había salido del pueblo. No sabían en qué momento le empezaron a decir Monito, si era por sus piernas peludas, por su cara –que es lo que la mayoría sospechaba– o por su capacidad de dar saltos tan altos hasta el travesaño como si se encaramara a un árbol selvático. El Monito no cobraba ni pan ni agua por partido. Decidió ser el refuerzo de Los Pumas sólo por amor al arco, por su pasión por defender los tres palos. Llegaba sin ruido y se iba apenas terminaba el partido sin aspavientos. Su figura se perdía por las calles polvorientas saboreando en su mente las atajadas que llevaban a su equipo a la victoria.
Ese domingo era la gloriosa final. Las demás fechas eran “pichangas” jugadas en cualquier calle o espacio parecido a una cancha. Pero esa final era especial. Con tiempo y árbitro. Aquí no valía el “todo es cancha” ni “el último gol, gana todo”. Este encuentro era en la cancha de dimensiones oficiales y arco de fierro, aunque sin pasto ni malla. Estaba emplazada en la salida del pueblo en un terreno de tierra dura como costra, de esa que ha soportado baños de sol por los siglos de los siglos.
Cada equipo llegó con su uniforme: polera, pantaloncillos y zapatillas blancas. Solo se diferenciaban por un número en la espalda y por las caras de un pirata, (que más bien parecía “el viejo del saco”) y de un puma (que más bien parecía un gato sarnoso) pintados en el frente de la polera. Todos menos el Huaso Alcántara, que era el único que calzaba zapatos de fútbol negros con toperoles y en su ancha polera además del pirata, llevaba pintados unos sables y un loro para rellenar el espacio que sobraba a ambos lados del rostro. El Huaso Alcántara contraía pectorales y hacía mover las cejas del pirata.
La contienda era desigual. La consigna de los Piratas era “todo al Huaso”; la de los Pumas “todos al Huaso”. El sol de las cuatro de la tarde aplastaba a los jugadores, el polvo en suspensión de las carreras que raspaban la costra terrosa se encaramaba a sus ojos. Alcántara era literalmente el dueño de la pelota, de las jugadas, de los pases, del partido en su totalidad. Los demás Piratas eran solo sus peones. Los Pumas eran guerreros suicidas que arriesgaban la expulsión en el afán de detenerlo.
Los Pumas aguantaron estoicamente ochenta y ocho minutos. Ambos arcos estaban vírgenes. Alcántara en una jugada fenomenal dejó atrás a todos los sicarios que lo seguían y sólo le faltaba esquivar en el área chica al defensa, al Sordo Ledezma, quien en el penúltimo minuto del partido escuchó mal la instrucción. El entrenador le gritó “pare al Huaso” y al parecer entendió: “parte el hueso”. Se lanzó con toda la fuerza del mundo con sus dos piernas a la canilla derecha de Alcántara. Ni cosquillas le hizo, pero el Huaso se las sabía por libro y se tiró al suelo gimiendo y girando como escalopa de playa. ¡Penal! Sentenció con su silbato el árbitro.
Alcántara, después del ritual del beso a la pelota, dio un pequeño trote en el lugar, luego avanzó como un titán hacia el balón. El público enmudeció, el silencio dejaba escuchar el aleteo de los jotes carroñeros que volaban en círculo mirando fijo al Monito Alcota, como si olieran su olor a cadáver. El cuero empolvado del zapato de fútbol del pie derecho del Huaso hizo contacto con el cuero lustroso del balón, que se convirtió en un cometa con órbita directa al arco. El Monito le adivinó el lado al Huaso y brincó arriba y a la izquierda. Deseó haber tenido las uñas un poco más largas. La pelota iba directo al último rincón del ángulo. Nada que hacer. Los Pumas dentro de la cancha y sus hinchas fuera de ella clausuraron sus rostros con sus manos.
Pero los ojos de Alcántara se salieron de sus cuencas al ver que su disparo se desvió cinco centímetros hacia arriba y traspasó la frontera del arco, saliendo de la cancha y llegando a las primeras calles del pueblo.
Cinco niños descalzos se abalanzaron a buscar el balón. Nadie vio más a los niños. Menos al balón.
¿Alguna vez jugaste una «pichanga de barrio» o alentaste a tu equipo?
Gracias por tu comentario Osvaldo.
Limpio, cinematográfico, tierno. Muy bueno