Enrique está ansioso. La intervención de hoy domingo la ha planificado por muchos meses. Cada once de septiembre la tradición es marchar desde el centro de Santiago hasta el cementerio general para recordar a las víctimas del golpe militar. Familiares de detenidos desaparecidos con las fotos en sepia de sus padres, hijos, cónyuges, hermanos, colgadas en sus pechos, peregrinan por Avenida La Paz a paso lento. Pero este año convenció a varios de la agrupación de hacer algo distinto. La marcha partiría en el cementerio, se vestirían representando uno de sus familiares muertos, colgarían las fotos en color de sus vivos y se dirigirían al centro de la ciudad hasta la casa de gobierno. Se levanta temprano para coordinar todo, lleva en su auto a su madre y tres amigos de la agrupación y estaciona en una de las calles cercanas a la entrada del cementerio. El traje que usa es el mismo que usó su padre en esa foto que lo sostiene en sus brazos el día de su bautizo. No requiere mucho maquillaje, pues a esta edad sus facciones son copia triste del rostro de su progenitor y el traje le talla perfecto. Uno a uno llegan los demás miembros de la agrupación y comienzan el ritual de caracterizarse. Enrique organiza, ordena, da instrucciones, incluso para seguridad de su grupo, pregunta algo al cabo Mardones, uno de los carabineros que ya se encuentran en el lugar ubicados estratégicamente para lo que se vendrá en algunas horas.
El cabo Mardones lleva dos días acuartelado, es del contingente de refuerzo para la ocasión. Tiene muy clara su misión de resguardar el orden público, proteger a los indefensos, detener a los subversivos. Es fiel a su juramento “por Dios y por la patria”, entregando la vida si es necesario. Su padre también fue carabinero y desde pequeño le hizo fantasear con la idea del héroe real, ese que combate con los malos de verdad. El ser humano tiene una pifia –le decía –, no ha abandonado la violencia, ni su instinto de maldad. Para eso estamos nosotros, para luchar por la justicia, para defender a los buenos y atacar a los malos. El cabo Mardones se levanta todos los días orgulloso de lo que es y lo que hace. También está orgulloso de que lo hayan considerado en el contingente de refuerzo, pese a su edad y su físico, ya menos atlético que en sus años de esplendor. Porque todavía corre rápido, casi igual como cuando representaba a su institución en competencias y olimpiadas. Aún tiene fuerza para soportar el pesado traje, las armas, el casco, las botas. Esta mañana está desde las cinco de la madrugada dentro del bus policial estacionado en el cementerio, mientras otro grupo hace guardia fuera del vehículo. Ahora ya está en su puesto asignado, firme, impertérrito, vigilante, vista al frente, pero con sus pupilas escudriñando en noventa grados. Se le acerca un hombre vestido con un traje anacrónico y con maquillaje de cara de muerto y le explica que son pacifistas que marcharán hacia La Moneda y quiere saber cuáles calles estarán cerradas. Mentalmente analiza si este ciudadano es uno de los buenos o de los malos, pero de igual forma le entrega la información.
Ángel despierta temprano, pese a que es domingo, y se dispone a estudiar un rato para la prueba de fisiología del martes. Pasado mediodía comienza a sentir hambre y decide salir a almorzar. Se pone la polera roja, que venía de regalo en la última de las encomiendas que mensualmente su madre le envía desde que se trasladó a Santiago a estudiar a la universidad, toma una mochila, las llaves de la habitación que arrienda, sale de la casa de rejas verdes donde vive y camina por Avenida la Paz para luego doblar en Santos Dumont. De paso saluda a Don Miguel y le pasa un cigarro y una moneda. Él, descalzo, sólo murmura: “Miguel está sanito, vivito y coleando”. A Ángel le parece extraño que los restaurantes “El Rinconcito Acogedor” y “La Mazmorra” estén cerrados, pues suelen estar abiertos todos los días del año. Decide caminar por Avenida Independencia hasta el carro ambulante de “El rey de las Empanadas”.
Don Miguel lleva varias horas deambulando por el sector. Casi nadie transita por allí como para aprovechar de pedir una “moneda solidaria para Miguel”. Hasta el momento sólo ha pasado ese joven delgado de polera roja que siempre lo saluda. Nadie sabe en realidad cómo se llama ni cómo llegó a vivir en la calle. Siempre habla en tercera persona refiriéndose a Miguel, por lo que todos han llegado a suponer que se refiere a él mismo. Sus pies descalzos tienen una capa callosa gruesa en la planta que da la impresión lo protege de la dureza y del frío del suelo. Su pelo largo y barba frondosa impiden adivinar su edad y los rasgos de su rostro. Se le ve fumando cigarrillos gigantes armados con hojas de diario quemando té, mezclado con pasto y quién sabe qué otras cosas recogidas del piso, mientras vive de la caridad de los vecinos del sector y de los estudiantes de medicina que se quedan conversando con él cuando les pide una “moneda o un cigarrito para Miguel, doctorcito”. Ellos le advierten medio en broma, medio en serio que se cambie de sector, Todos los cuerpos de los que mueren en la calle por acá, Don Miguel, terminan en la facultad para estudiarlos –le decían. Que el cuerpo de Don Miguel, sirva para la ciencia y por la ciencia, entonces –replicaba Don Miguel. El mito popular decía que él mismo había sido un estudiante de medicina muchos años atrás, que entró en locura por el estrés del estudio y se sumió en un mundo paralelo. Ese mundo que lo hizo deambular por hospitales y clínicas hasta que fue internado en el hospital psiquiátrico de Avenida La Paz, desde donde escapó, pero se quedó viviendo cerca “por si Miguel tiene hambre o frío”, como decía y además le quedaba cómodo estar cerca de la que supuestamente era su facultad de medicina en la calle Santos Dumont.
La caravana de familiares, que más parece un grupo de actores disfrazados, ya está toda reunida, preparada, pero un poco inquieta por tanto contingente policial y porque no quieren mezclarse con manifestantes que vendrán en sentido contrario y ni con los pequeños grupos que están llegando al lugar con rostros cubiertos y claramente con intenciones no tan pacíficas como las de ellos.
Ángel paga las dos empanadas y la gaseosa que compró y aprovecha de preguntar por qué está todo cerrado. Pero si es once de septiembre pues “mijo”, va a haber escándalo más rato –le aclara con una sonrisa burlona “el Rey”. Ángel se preocupa y se devuelve hacia Avenida La Paz por Santos Dumont a paso un poco más rápido que lo habitual, pues comienza a sentir algunos gritos y cánticos de un grupo de manifestantes y a lo lejos unos disparos.
Enrique a poco andar de su marcha pacífica por Avenida La Paz, antes de llegar a Santos Dumont, ve con nerviosismo que en sentido contrario a ellos viene una turba de manifestantes agitando banderas rojas al viento con gritos en contra del gobierno y contra carabineros y antes de pestañear dos veces, el grupo empieza a ser disuelto por un carro lanza aguas. La reacción de los manifestantes, ya mezclados con su grupo es diversa, unos lloran, otros gritan, algunos huyen y en medio del caos y la confusión comienzan a volar piedras lanzadas a mano alzada y con ondas; se suman encapuchados desde unos techos y de calles cercanas iniciándose una batalla campal. Enrique se acerca a su madre. Con una mano le cubre la cabeza y con la otra toma su cintura para que corra más rápido, hacia una casa de rejas verdes donde hay una señora en el umbral invitándolos con gritos a entrar: ¡por aquí, traiga a su mamita, joven! –le dice agitada. No solo entran ellos, sino nueve personas más que aprovechan el ofrecimiento.
El cabo Mardones y sus compañeros a la orden de su capitán comienzan a correr, bastón de luma en mano para atrapar a los manifestantes. Su cerebro se programa para ubicar colores rojos de banderas, pañuelos y ropas y correr hacia ellos para atrapar el máximo de subversivos. Pero no ha atrapado a ninguno. Mira corre, se detiene escudriña, retrocede. La confusión es inmensa, el humo de bombas lacrimógenas también le afecta a él. Tropieza y cae de rodillas. En ese momento le hace eco en la cabeza la frase “cuídate papito” que le dijo su hija antes de salir a acuartelarse. Se restablece y comienza nuevamente a buscar colores rojos.
Ángel llega a la esquina de Santos Dumont con Avenida La Paz justo en el momento en que una turba de manifestantes mojados corre huyendo de carabineros, intenta dirigirse hacia donde vive, la casa donde alcanza a ver que ingresó una decena de personas para protegerse, pero se da cuenta que es más conveniente huir, devolviéndose por la misma calle que venía. De pasada grita “corra Don Miguel”, pero éste parece no inmutarse. Un carabinero cerca de él tropieza y cae, pero rápidamente se pone de pie y lo comienza a seguir. Ángel corre como nunca lo hizo antes. Corre como al salir de la sala de clases al recreo, como en los juegos de carreras de la infancia, como en el juego de “la pinta”, como en el “por mí y por todos mis compañeros”, como cuando algún matón lo quería golpear en el colegio, como cuando sonaba el silbato del profesor de educación física en la clase. Corre por miedo, corre por salvarse, corre por instinto, corre por estar de nuevo con su madre.
El cabo Mardones no dejará escapar a este rojo, no, por ningún motivo. Este no se le escapará. Lo tiene en la mira y es su único objetivo. Esquiva a un mendigo descalzo que se le cruza en el camino ajeno a todo el alboroto. Corre como en el juego de “policía y ladrón” de la infancia, como en las carreras con su padre, como en los entrenamientos de la escuela de carabineros, como en las olimpiadas de fuerzas armadas. Corre por Dios y por la patria, por restablecer el orden público, por proteger al inocente, corre por estar de nuevo con su hija.
El cabo Mardones acorta la distancia con el rojo.
Ángel está cansado, la mochila le golpea la espalda, decide sacársela y lanzarla hacia atrás.
El cabo Mardones alcanza a manotear la mochila en el aire.
Ángel tropieza por cansancio.
El cabo Mardones lo golpea con el bastón y lo inmoviliza en el suelo con su rodilla.
Ángel no opone resistencia.
Don Miguel encuentra una mochila en el suelo, la abre, silba de agudo a grave y dice “Miguel va a almorzar dos empanadas y una bebida”.
Me encanta la fusión y el agil moví ientode tus personajes, atrapa !!!
Gracias por tus siempre generosas palabras Carmen.
Qué buen montaje! Aunque tuve que recurrir a una segunda lectura para buscar a Enrique y su madre, es un relato que atrapa, emociona y llama a reflexión. Felicitaciones!
Gracias Lilian. Y agradezco además tu alcance con el personaje de Enrique.