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Índice, medio, anular, índice, medio anular, la mano marcaba sobre la mesa un ritmo de tres cuartos de Ravel, con tranquilidad, con impavidez. El pecho marcaba cuatro cuartos en allegro de Vivaldi, agitado. La mente en dos cuartos en una marcha indeterminada, mezcla de ansiedad y miedo. La espera se hacía eterna, pero la mano parecía no preocuparse.

Desde pequeño la gente lo miraba con asombro y hasta miedo. El tener un tercer brazo saliendo debajo de una axila no era algo cotidiano. Pero él estaba acostumbrado. No escuchaba, ni menos entendía las explicaciones que todos daban: que una malformación, que el gemelo que no nació, que la reencarnación de una deidad, que una maldición. Para él, simplemente era su brazo. Y su mano.

Lo que nadie sabía ni se imaginaba, era la voluntad propia de la mano. Nunca lo quiso comentar con nadie. Él no la controlaba. A veces despertaba antes que él y le daba golpes en la cara para despertarlo; otras veces la llevaba durmiendo en el bolsillo al colegio y recién despertaba a la hora del primer recreo, estirándose lentamente y saliendo aletargada para saber dónde estaba. Él no era de muchos amigos ni muy sociable, pero la mano sí. Saludaba a todo el mundo en todo lugar, se elevaba y agitaba de lado a lado, golpeaba en “vengan esos cinco”, “palma y puño”, “pulgar arriba”. Él se acostumbró a seguirle la corriente con la mueca y la palabra. Solitario, pasaba tardes enteras jugando piedra, papel y tijera. La mano siempre ganaba, como si presintiera lo que las otras dos iban a mostrar. En las lecciones de piano, chasqueaba los dedos y convertía en jazz las sonatas de Chopin que las otras dos manos interpretaban.

La adolescencia fue complicada. La mano era irreverente y desordenada. Mostraba el dedo medio cuando algo no le parecía; lo despeinaba después de que las otras dos cuidadosamente marcaban la línea al lado. Fue la mano la que le hizo beber los primeros sorbos de alcohol y fue ella la que recibió los primeros porros generosamente compartidos en fogatas. Elaboraba y sacaba los torpedos con la materia que no había estudiado en las pruebas. Fue ella la que robó el chocolate del supermercado y la que tomó sin permiso el dinero de la billetera de su padre para irse de fiesta y la que hizo dedo para fugarse un par de veces de casa. Fue ella la que se propasó en las primeras incursiones amorosas. Y también la que lo defendió a punta de puñetazos en aquella pelea, donde las otras dos solo atinaron a cubrir el rostro, pero que finalmente perdió. Aquella fue la pelea donde terminó en el suelo malogrado con marcas de palos y piedras, de puntapiés y golpes de puño. Nunca había sentido tanto odio hacia su persona sólo por ser diferente. El gordo desde niño le tuvo bronca, le inventó todos los sobrenombres que pudo y se los gritaba en su cara, lo ridiculizaba en público, e incluso le levantó a la primera novia. El gordo se ensañó con él y esa tarde le dejó claro quién era más poderoso.

Por eso, cuando volvió a ver al gordo aquella noche, después de tantos años, todo los miedos y rabias que se había tragado desde la infancia volvieron convertidos en serpientes queriendo salir de sus tripas por algún lado. El gordo se acomodó en la mesa, miró la carta y llamó al garzón. Sin levantar la vista, preguntó si aún tenían pescado, luego miró al garzón para obtener la respuesta y exclamó:

– ¡Shiva!, viejo amigo, qué sorpresa verte

– Cuántas veces te dije que Shiva tiene cuatro brazos, no tres

– Tres, cuatro, da lo mismo. ¡Vengan esos quince!, saluda a tu amigo

– No puedo, ahora estoy trabajando. ¿Qué vas a pedir?

– Sabes que iba a pedir pescado, pero pensándolo bien podría ser “jaiba” o “pulpo”.

Las tripas soltaron las serpientes, se abalanzó sobre el gordo, lo levantó de la silla tomándolo con dos manos por el frente de la camisa, lo miró centelleante fijamente a los ojos y le advirtió que nunca, pero nunca más se iba a burlar de él. Mientras profería la amenaza, la mano alcanzó un cuchillo de la mesa y lo enterró tres veces en el abdomen del gordo.

Índice, medio, anular, índice, medio anular, la mano marcaba sobre la mesa un ritmo de tres cuartos de Ravel, con tranquilidad, con impavidez. El pecho marcaba cuatro cuartos en allegro de Vivaldi, agitado. La mente en dos cuartos en una marcha indeterminada, mezcla de ansiedad y miedo. La espera se hacía eterna, pero la mano parecía no preocuparse. Por fin entró el policía y le dijo:

– No tienes escapatoria, hay testigos, hay cámaras, lo mejor es asumir todo. Aquí está escrita tu confesión, sólo debes firmar.

El policía puso la hoja sobre la mesa, sacó un lapicero de su bolsillo, se lo acercó y le preguntó:

– ¿con qué mano firmas?

Él miró con desconcierto a la mano que empezaba a moverse con decisión hacia el bolígrafo…

 

FIN

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Verónica González Delgado

Que creativo! Me gustó.

Samuel Montoya

Interesante…

Diana Nurt Castillo

Nunca lo habría pensado y jamás había leído algo igual

Ramiro Oliveros D

Justo cuando sus hermanas se decidieron a actuar, entendió mal el mensaje y se le pasó la mano a la mano. Me preguntó cual será el pulgar que deje sus huellas en tinta al lado de la firma…

Buen relato, pero dejemos de hacer villanos a los gordos, han sufrido bastante ya!!

R.R.

Gracias por tus comentarios y reflexiones Ramiro. Tomaé en consideración tu alcance En el proximo el villano será un flaco jejeje.

Mariana Ampuero

Ronnie, te di 5 estrellas, porque tu cuento es muy bueno. me gusta mucho tu forma de escribir. Felicitaciones.

R.R.

Gracias Mariana. Un abrazo.lleno de letras de esritor a escritora.

Ramon Contreras

bastante correcta la mano, final abierto.

R.R.

Gracias por tu comentario Ramón.

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