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Estoy practicando nuevos estilos de escritura. Distintas técnicas narrativas. Ensayo con diversos narradores, pienso en métodos que agilicen el ritmo y que aumenten la tensión de las historias. No es fácil darles vida a los personajes, fijar el foco en el protagonista y urdir un cuento que tome prestada la verosimilitud de la realidad y que genere una fantasía a la vez. A veces, me pasa que, por suponer que estoy perfeccionando un recurso, termino olvidándome de la historia en sí. No quiero que eso me ocurra.

Hace poco leí: «La Madre de Juan”, del dramaturgo Juan Radrigán. Un cuento naturalista muy bien narrado. Con la presencia clara del objeto de deseo, el antagonista y en mi opinión un sorprendente desenlace. Eso me ha producido el anhelo de escribir un cuento similar, con la misma idea, en un contexto más actual. Me cuestiono si escribir algo así será plagio. Pienso que no, quizás sea intertextualidad, pero no estoy segura.

Lo que escribo es lo siguiente:

El vendedor está doblando unas camisas, cuando la vieja Teresa entra en la tienda del centro comercial, del barrio alto de la ciudad. Por la pinta desaliñada, pelo pajoso y pobremente vestida le parece que es una pordiosera, así es que sin dudarlo intenta detenerla con lo absoluto de sus palabras.

—No hay dinero ni comida aquí.

La vieja sigue avanzando hasta el mostrador como si no le hubiera escuchado.

—Joven, quiero comprar una corbata —dice con una voz apenas audible y abre un monedero de cuerina negro para sacar unos billetes que están como escondidos, perfectamente doblados.

El vendedor, quien no había levantado la vista hasta entonces, la observa fijamente, y como si hubiese estado en una ensoñación, la vuelve a mirar. La mujer viste una falda gris con franjas anaranjadas y aunque hace calor, lleva puesto un chal de lana negro sobre sus hombros. Un mechón de pelo cano, opaco, cayéndole por la cara y desparramándose por el mostrador. En sus ojos cercados de arrugas hay trasnoches, trabajo duro, frío, tristeza, miedo y lluvia.

—¿Una corbata?.. ¿Usted? —pregunta el vendedor.

Ella le alcanza el montón de billetes arrollados que sacó del monedero y le responde.

—Sí, aquí traigo dinero.

El vendedor lo cuenta y sin decir palabras, va al fondo de la tienda, saca una corbata que había estado guardada y se la muestra.

—Esta le alcanza, es bonita y de colores vivos —le dice, fingiendo ser amable. Finalmente, será la primera venta del día, piensa para sí.

La mujer levanta el cuello alto y delgado como si fuera una inspectora de alta costura y pregunta con una firmeza inusual:

—¿Qué marca es esa corbata?

—Es… veamos… creo que está por aquí…

¡Quiero una corbata de Brooks Brothers!­ —dice la mujer interrumpiendo al vendedor, con un acento confuso.

Se hace un silencio. Él la mira. Otro silencio y luego una irónica sonrisa.

¿De Brooks Brothers? —Dice inseguro el vendedor— ¿Brooks Brothers? —Repite casi gritando, como si ella le estuviera pidiendo un pedazo de alma, o un puñado de tiempo— Nada más y nada menos que una corbata de Brooks Brothers, ¡quién la viera, quién lo creyera! —He inmediatamente suelta una carcajada mordaz, irrespetuosa, cruel, que golpea tristemente el corazón de la mujer.

El vendedor sigue riendo y no puede parar, sus tremendos dientes parecen que van a escapar de su boca y sin dejar de mirarla llama a su compañero, ¡que no vas a creer lo que tengo aquí, ven a ver esto, apúrate! Y ambos se ríen arrojando palabrotas de burlas, haciendo gestos con los brazos. La vieja está frente al mostrador, desconcertada, como si algo hubiese fracturado su mente y la fuera apagando por dentro.

 

Este cuento la estoy escribiendo con un narrador omnisciente en tercera persona. Quizás funcione mejor en primera persona pienso. Desde el punto de vista del personaje. Entonces me detengo un rato, dejo reposar las teclas, intento volcarme completamente a la mente de Teresa, a construirla en mi cabeza, en mi corazón y luego en la tarde vuelvo a escribir desde su foco. Esto es lo que escribo:

 

“Cuando me acerqué al mejor mall del barrio alto de la ciudad, vi el suelo tan brillante que casi no quería pisarlo, era de ese piso que parece de mentira. Se escuchaba una música rara y todo olía a nuevo, mezclado con otro olor que no conocía. Nunca había andado por esos lugares tan bonitos y tan elegantes. En un principio dudé en entrar a ese mall, pero después me envalentoné y me obligué a imaginar que yo misma era una mujer elegante y pituca que salía de compras.

Cuando vi la tienda que vende trajes de oficina, me dije aquí puedo encontrarla. Entonces entré. No había allí más que un joven alto y elegantemente vestido. Cómo me gustaría ver a mi Rodolfo así, pantalón de buena tela y del color de la acera cuando está recién mojada. Los puños de la camisa del mismo color del pantalón y el resto de un blanco reluciente. si parecía novio. Se veía un joven amable que me saludó al entrar. Claro que no oí bien lo que me dijo, así es que me acerqué y le dije que quería comprar una corbata, le pasé el dinero que había guardado de unos lavados y del pago que me dio mi comadre Zunilda por ir a reemplazarla donde su patrona, cuando ella se enfermó el fin de semana.

El joven me alcanzó una corbata amarilla con puntitos azules, pero yo no quería esa, yo quería una moradita de Brooks Brothers, y por eso, ellos se rieron de mí. El joven y otro joven se rieron porque de seguro creen que mi hijo no se puede ver como ellos, pero mi hijo es más apuesto que ellos y algún día llegará a ser jefe.”

 

Finalmente lo tomo como un ejercicio y me dedico a escribir el cuento desde dos miradas distintas. Continúo la historia en tercera persona e intercalo párrafos, que sufren modificaciones, según la interpretación del protagonista que narra su versión en primera persona.

 

El rostro del vendedor ha tomado un tono rosado y con sus brazos apoyados en el mostrador no deja de hacer muecas y reír, reír.  

En el mundo de los ciegos el tuerto es rey. La vieja recoge sus billetes del mostrador, los mete en su monedero negro, sus ojos opacos se vuelven brillosos como si estuviesen a punto de llorar y sin pensarlo más se apresura a salir de la tienda.

El vendedor la sigue.

­—Tengo una corbata de “Brooks Brothers” —dice con rapidez— Pero cuesta ciento treinta y cinco mil pesos.  Consígase lo que le falta, yo se la puedo guardar hasta mañana  —promete el vendedor agregando un tono medio sarcástico en las últimas palabras.

—¡Ciento treinta y cinco mil! —chilla la vieja, como si le hubieran dicho un millón— ¡¿Y de dónde los voy a sacar?!

—Eso es problema suyo, pero si la quiera, aquí estará hasta mañana.

La vieja Teresa está paralizada afuera de esa elegante tienda, busca en su cartera, en su monederito negro, vuelve a contar los billetes y ve cómo se van deshaciendo sus esperanzas. Había imaginado una corbata en el cuello de su hijo y ahora no tiene nada. Un caluroso suspiro atora su garganta.

Ese día era la graduación universitaria de su único hijo Rodolfo, quien con premios recibiría su cartón de ingeniero. En la mañana cuando partía al trabajo, ella le preguntó ¿qué quieres que te regale por tu graduación? Y él abrochando los botones de su camisa y echándose una última mirada al espejo, regáleme una corbata de Brooks Brothers, le dijo sonriendo. Luego le besó la frente y salió sin dejar de sonreírle.

Brooks Brothers repitió ella, debe ser una marca elegante de esas que usan los patrones. Brooks Brothers repitió una y otra vez, mientras buscaba un lápiz y un papel en donde apuntar para que no se le olvide. Brooks Brothers.

Su hijo Rodolfo se había esforzado tanto por salir adelante y estudiar. A demás, trabajaba todos los fines de semana desde que tenía quince años, para llevar enseres a su casa. Cuando no estaba estudiando, andaba trabajando. Era tan buen hijo y ¿cómo no le iba a regalar algo para el día de su graduación?

Ya es medio día y la vieja Teresa está parada afuera de la casa de su comadre Zunilda, que págueme los lavados que le hice a su patrona comadre, que necesito la plata para hoy. La mujer titubea al ver a Teresa tan desesperada y con los ojos bien abiertos, medios desorbitados como si de ese dinero pendiese su vida, va adentro, junta todo lo que tiene hasta hacerle quince mil pesos.

—Aquí tiene comadre, correspondiente a tres lavados. Los otros se lo quedo debiendo.

—No tiene nada más comadre, mire que mi hijo se gradúa de ingeniero y hoy le entregan su cartón. Yo quisiera comprarle un regalito y con esto no me alcanza.

Puchas Teresa, te di todo lo que tenía. Ahora tendré que esperar que me pague mi jefa. No me quedó ni pa’ cigarros.

Catorce mil que tenía, más los quince mil que le dio Zunilda, hacen veintinueve mil. Por más que cuenta y recuenta, esperando un milagro de multiplicación, no le alcanza.  Así es que decide regresar a la población. Entra a su casa, come un pedazo de pan junto a una sopa de verduras que le quedó del día anterior y piensa, ¿de dónde sacaría más plata?

 

“Cuando me di cuenta de que esos jóvenes se burlaban de mí y de mi hijo Rodolfo, a través de mí, tomé fuerza y junté la plata que estaba en el mostrador, la puse en mi monedero y me apresté a salir. Fue allí cuando el joven me detuvo, me dijo que tenía la corbata de Brooks Brothers y que costaba ciento treinta y cinco mil pesos, como si yo fuera una tonta que iba a creer esa mentira. Todos saben que un pedazo de trapo por más elegante que sea no puede costar esa barbaridad, si es lo que yo gasto en comida al mes.

—¿Ciento treinta y cinco mil? —le grité, mientras se revolvía en mi estómago una llama ardiente que salía por mis ojos. —¿De dónde voy a sacar eso? —le dije.

—¡Qué sé yo! —me respondió el respingado. Yo solo tragué mi orgullo de vieja y de pobre que sabe que vale más que ellos y le pedí que me la mostrara. Fue entonces cuando la vi. Venía en una cajita que no era ni cuadrada ni ovalada, era de puntas perfectas, con letras que relucían elegantes y adentro dobladita la corbata, morada clarita, se veía que la tela era suave, tanto que no me atreví ni a tocarla.

El vendedor cerró la caja y con una sonrisita rara me dijo que la reservaría hasta mañana y fue ahí mismo cuando en mi corazón nació y murió una esperanza. Apreté mis labios guardando el furor que recorrió mi cara y abriendo las manos me abalancé por sobre el mostrador y comencé a ladrarle como un perro rabioso. Él retrocedió espantado, enroscando la nariz. No sé si por susto a una vieja enajenada o por lo fétido de mi aliento. El hecho es que tomé la cajita y dando ladridos y saltos salí corriendo de esa tienda. No pasó ni un segundo, apenas puse un pie afuera de la tienda cuando comenzó la chirriadera por sobre mi cabeza y yo corría apretando bien cerca de mi pecho la cajita, pero la alarma seguía sonando y el vendedor corriendo tras de mí”

 

La vieja Teresa está sentada en la mesa pequeña de su cocina. Tras esa ventana trizada, con sus marcos despintados que se han ido cayendo a pedacitos año tras año, piensa de dónde sacará el dinero para comprar la corbata que le regalará a su hijo Rodolfo. No tiene a dónde más echar mano, así es que se dirige a su dormitorio, abre el cajón que está en lo alto de su ropero y de allí saca un sobre oscuro, desgastado por los años, en donde guarda dos argollas de oro puro. Es el recuerdo de su difunto marido. Se queda un rato allí sentada, al borde la cama de colchas tristes, contemplando los anillos. Se prueba el que era suyo en el dedo índice de su mano izquierda y sus ojos se iluminan fugazmente, como si recordara momentos de aquella muchacha ilusionada en verdadera felicidad, de la cual  no queda nada. Pero en un segundo, sacude sus recuerdos, sus pensamientos, sin dar tregua a su corazón entristecido por la vida, saca el anillo rápidamente de su dedo, lo devuelve al sobre amarillento junto con el que era de su marido, pone el sobre en su cartera y sale rauda, quizás conseguiría lo que le faltaba.

El comprar una corbata no es el punto más importante para la vieja Teresa. A ella le ilusiona ver la cara de felicidad de Rodolfo cuando vea esa corbata, el verlo con los ojos iluminados saltando de alegría y que sus manos abran la caja y toquen la suavidad de esa corbata y después verlo anudarla a su cuello, eso no tiene precio. Eso vale todo el esfuerzo, porque un segundo de felicidad en sus agotadoras, miserables y desoladas vidas, es como el arcoíris estallando de pronto tras la tormenta fría.

 

Seguí corriendo. Me escabullí entre el tumulto de bolsas y de gentes, que avanzaban de un lado a otro. Riendo, conversando, todo era un murmullo, como cuando salen las abejas del panal.  Dios mío, Dios mío gritó mi alma, ayúdame, ayúdame y de pronto ya no escuché más el resonar de esa chichara y la cajita aún bien apretadita estaba conmigo bajo mi chal de lana negra.

La culpa no es de una cuando la vida la alcanza desolada y a oscuras, sin esperanzas y comprar esa corbata no es nada. Lo que yo quería era verle por unos segundos la cara de alegría a Rodolfo ¡que se ría, que se alegre!, pero ¿por qué ese vendedor quería engañarme cobrándome esa barbaridad de plata? Por eso tomé la caja de la corbata y la robé y corrí y me escondí entre las tiendas de ese centro comercial y lloré por un buen rato y cuando miré la hora ya eran pasadas las ocho y no podía creerlo, mi Rodolfo ya estaría graduándose y yo aquí. Quizás ni siquiera alcanzaría a verlo salir. Así es que me apresuré a salir de ese tumulto de tiendas pitucas, cuando la policía me encontró. El vendedor les había llamado y me esperaban afuera con esposas, balizas y carros. No se sorprendieron al verme salir de allí, me dijeron que me habían estado observando largamente por las cámaras de seguridad que tenía el mall y que los acompañase a la comisaría, que robar es un delito que se paga con cárcel y que yo estaba suficientemente vieja como para estar en éstas.

Una vez, que estuve en la comisaría, me interrogaron y yo no hice nada más que contar mi verdad y me pidieron que llamara a mi hijo para corroborar mi historia y que sería la única forma de soltarme”

 

Son las ocho en punto de la noche y la vieja Teresa con sus ojitos saltones busca a su hijo entre las graderías de la graduación. Está sentada con su falda gris y franjas anaranjadas, el mismo chalcito de color negro sobre sus hombros y sobre sus rodillas un paquete envuelto en papel de regalo. Su rostro se ve iluminado y nervioso a la vez, su pelo ahora está amarrado y eso le hace remarcar aún más las arrugas de su frente. Por fin el nombre completo de Rodolfo saliendo por los parlantes que cuelgan del salón y las lágrimas de Teresa rodando por los surcos de su cara.

El recuerdo de su compañero le visita desde la tarde. Está segura de que sus brazos invisibles le acarician el rostro. Que no me gustó que vendieras los anillos vieja y qué pena que te estafaran. Ojalá que a nuestro hijo le guste su regalo y que no sepa de dónde sacaste la plata para comprarlo, quizás eso lo apene y los jóvenes tienen que ser felices y alegres.

Ya suena el último soneto de despedida y la vieja Teresa ve venir a Rodolfo, con los brazos en alto, enarbolando su cartón con orgullo. Ella aprieta la mano imaginaria de su marido y cuando está frente a su hijo, le abraza y le besa. Sus lágrimas se encuentran en más abrazos y más besos y es ahí cuando la vieja le extiende el regalo para que lo abra.

Él lo toma, se queda unos segundos mirándolo, luego le saca el papel, ahora mismo tiene la caja de Brooks Brothers en sus manos, deja caer el papel de regalo y abre rápidamente la caja para encontrarse con esa corbata morada, suave y sedosa.

Rodolfo desconcertado, se vuelve a su madre. Aún hay brillo, ternura y emoción en sus ojos, pero no está alegre. No, no es dicha lo que hay en su mirada.

—¿No te gustó? — pregunta la vieja, en una voz de hilo.

—Claro que me gustó mamá —le dice Rodolfo medio confundido mientras le toma las manos— Pero no era necesario que me compraras esto.

—¿Cómo no? Me dijiste que querías una corbata de Brooks Brothers. 

—Lo dije de broma mamá. Lo dije porque siempre me dices que seré jefe. Jamás pensé que lo tomarías en serio. Es como si hubiese dicho regálame un auto, un cohete. Nunca creí que la comprarías. ¿Para qué quiero esta corbata mamá?

La vieja lo mira como si el mundo se estuviese deshaciendo detrás de ellos. Lo dijo en broma, dice para sí, y luego que lo siento hijo, pensé que la querías de veras. Lo lamento mucho.

Rodolfo se queda en silencio. Que no es tu culpa mamá, que no pasa nada. Pero en su interior siente como si le hubiese partido el alma. Un sentimiento de vergüenza y culpa lo estorba y no sabe bien por qué, el hecho es que lo deja mudo hasta llegar a casa.

Lo dijo en broma, se repite la vieja mientras caminan hacia el paradero de la micro 9A.

Lo dijo en broma, secando disimuladamente algunas lágrimas, sentados ya en la micro que los lleva a casa.

Lo dijo en broma, se repite una y otra vez, mientras está en su cama, como pidiéndose alguna explicación, pero no hay nada.

 

“Mi comadre Zunilda, quien no entendía nada, corrió a buscar a Rodolfo a casa y lo trajo a la comisaría. Allí estaba yo, desconcertada, hundida en la tristeza de no haber visto graduarse a mi hijo y de que me quitasen su corbata.

Cuando lo vi llegar, estaba lindo, confundido, su pelo peinado, aún llevaba los zapatos lustrados de la graduación y sus ojos grandes más abiertos que nunca me exigían explicaciones y me daban comprensión a la vez.

—¿Por qué robaste esa corbata?me preguntó en una mezcolanza de ternura y rabia.

—Me pediste una corbata y como no me alcanzaba…

—¡Era broma mamá! —Me dijo— Lo mismo que te hubiese pedido un auto o un cohete.

—¿Una broma? ¡broma! ¿una broma? ¡broma! le grité una y otra vez.

Rodolfo me miró despavorido entre vergüenza y culpa y luego se armó un silencio que se rompió con el estallido de una carcajada. Rodolfo reía y reía y al verlo finalmente yo también reí. Nunca había reído tanto en tantos años y ahora ya no podía contener mi risa.

Era broma pensaba caminando hacia el paradero de la 9A que nos llevaría a casa y volvía a reír.

Era broma dijo Rodolfo en la micro y otra vez volvimos a reír.

Era broma pensé medio dormida y volví a sonreír.

                                                                                                                            

FIN

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Carmen sarue

Una historia que reír es sano y menos mal..me encanta como cuentas en ~ 1 o 3 persona..genialissimo

Areli

jajajjaja… ese final es mejor… cariños Carmen y gracias por tus comentarios

Carla

Me gusta mucho que la vieja Teresa te ha la oportunidad de relatar un final menos triste. Muy entretenido.

Areli

es la magia de escribir. El narrador puede darle el final que quiera.
Muchas gracias Carla por tu comentario

yerko riquelme jaque

Oye me gusta, que buena ver la misma historia desde distintas perspectivas.

Areli

me encanta que te guste.
gracias por comentar

R.R.

Muy bueno. Bien escrito y resulta muy interesante el recurso de la metaficción. Felcitaciones.

Areli

Gracias Ronni, efectivamente hay metaficcion pero también intertextualidad con la madre de juan de Radrigan

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