Una cena, sentados alrededor del camastro, donde estemos mirándonos y sonriendo. Un asado y papas con mayonesa, una Coca Cola heladita recién sacada del pozo y para los niños, una bolsita con algunos chupetines. Si ya me imagino sus ojitos brillando de pura alegría. Vino, no vamos a tener, Juan me lo prometió, porque después se emborracha y no se acuerda de nada. Yo quiero que se acuerde de esta cena, así seremos felices por algunas horas, aunque sean dos o tres. He guardado una vela para que no nos quedemos a oscuras cuando suene la sirena de las doce, pa´abrazarnos con fuerza, a ver si este año nos sonríe la esperanza de poder forrar la mediagua, de ponerle piso a la pieza, así no nos pasemos todo el invierno acostados sintiendo como el hielo se nos cuela por las carnes, se nos mete en los huesos, al Bryan en los pulmones y no lo suelta ah, no lo suelta, hasta que se acaba agosto o a veces septiembre. Ojalá el alcalde traiga fuegos artificiales para que las lucecitas caigan como lluvia de estrellas sobre la cama. Así, Milton no se asustaría tanto cuando quedemos a oscuras. Ya lo tengo todo pensado, voy a dejarlos bien limpiecitos y peinaditos, voy a poner en el suelo el cartón que le pedí al Juan, para que por un día no veamos tanta tierra, para olvidarnos de esta miseria que nos roba el aliento y que nos hunde día a día. Estaremos felices y si no lo estamos, vamos a imaginar que lo estamos. Porque lo merecemos, porque todo el año nos sacamos la cresta y porque nos queremos.
—Pero Don Carlos, ¡cinco mil pesos?… si este cartón pesa más de cien kilos. Le prometí a la María una cena de fin de año. Usted me dijo que me daría diez mil.
—Ya te dije hombre, no necesito más cartón, te pedí la semana pasada y no llegaste. Ahora ya lo conseguí con los cabros de las “ripieras”. Así es que si querí te pago cinco mil por todo o te llevai tu cartón. Elige, como querai.
—¡Estuve juntando toda la semana puh don Carlos!… y la cena que le prometí a la…
—¡Véndeselo a otro entonces, yo no lo necesito!
Los pobres nunca dejamos de ser pobres y aunque intentamos con toda el alma salir adelante, la pobreza nos aplasta con fuerza hacia abajo, como riéndose, como enrostrándonos que no podemos, que no merecemos soñar con una casa, un triciclo, una cena, un buen asado, con no tener que sentir este dolor de espalda que me acompaña en el día cuando tiro el carretón y en la noche con la dureza de la cama. Cómo me gustaría un triciclo para cargar más cartón y comprarle una pelota al Bryan y un camioncito al Milton. También quiero comprarle una cartera a la María para verla contenta y bonita cuando baje al pueblo. Por eso tengo rabia, como que se me aprieta el pecho, como que el corazón me salta, porque quiero llorar, pero no puedo, no puedo, prefiero pegarle a la vida o al viejo este, sacarle la mugre porque él sí tendrá una cena y regalos para sus hijos y a mí me quiere pagar cinco mil pesos… ¡ni para un pollo me alcanza!
—Don Carlos, deme diez mil y le prometo que la otra semana le traigo otros cien kilos.
—Ya te dije Juan, llévate tu cartón no más, ya no lo necesito por ahora. Tráeme la otra semana y conversamos.
—Pero don Carlos, no se vaya… don Carlos… le prometí una cena a la María. Espere… ¡ya, deme las cinco lucas nomás y le dejo el cartón!
—Pucha, la oferta ya pasó puh cabro —dice con ironía mientras camina sin voltearse para contestar— No te decidiste nunca. Hablemos la otra semana no más.
Don Carlos se aleja a paso firme mientras se acerca a su camioneta y silba. Saca un cigarrillo del bolsillo de su camisa, lo enciende, cuando de repente siente que un golpe le voltea la cara y lo tira al suelo y desde allí, con los ojos velados por su propia sangre, ve a Juan poseído como por un demonio, levantando sus manos con suciedad incrustada, uñas negras, largas, que suben y bajan para golpearle el rostro, para azotar su cabeza contra las piedras. Juan, mientras golpea, piensa que no es suficiente. Así es que decide cerrar el puño y seguir golpeando. Le pega, le pega y le pega, como vengándose de la pobreza, de la miseria, de su niñez perdida, del abandono de su madre, del alcoholismo y golpes de su padre, de los años en que ha tirado el carretón, de su dolor de espalda. Lo golpea por su asado, por sus hijos, por María, por su vida. Con los ojos desorbitados, una sonrisa en los labios y las manos ensangrentadas, lanza escupitajos a su víctima, quien casi no respira.
—Métase sus cinco lucas por la raja don Carlos y que tenga un feliz año.
Y así, tambaleándose como si estuviera borracho, toma su carretón y comienza a caminar sin un destino claro, sin una esperanza, sin fuerza en sus manos y piernas, sin ganas de seguir viviendo, porque se ha dado cuenta de que se ha enfrentado a golpes contra la vida y ha perdido. Ahora solo quiere morir. Se le doblan las rodillas, cae al suelo, sus manos están ensangrentadas, su frente tapada en sudor que cae a goterones por sus mejillas arrastrando sus lágrimas, porque ahora sí está llorando y está ahí tirado en el callejón vacío, bajo su carreta y no sabe si está soñando, porque en su mente sigue cayendo en un hoyo profundo del que piensa no saldrá nunca, atraído por voces conocidas. Es la voz de María, de los niños y de él mismo. Cierra sus ojos, no está soñando. Decide quedarse tirado de boca al suelo por un buen rato.
María ha esperado con confianza que Juan llegue a tiempo con las cosas necesarias para la cena, tiene listo el brasero para asar la carne y ya coció las papas. Los niños están peinados y gratamente intranquilos, porque esta noche cenarán carne y tendrán golosinas y verán a lo lejos en el cielo los fuegos artificiales, quizás hasta reciban algunos presentes que quedaron pendientes de Santa: una pelota, un camioncito.
Ya es tarde, Juan no llega. María se asoma a la puerta cada cinco minutos, los niños juegan. Juan no aparece, nunca se retrasa tanto. Un presentimiento le nubla el alma, una desgracia, una batahola en su mente, una desazón que se acerca a robarle su alegría incierta, su esperanza, su cena. “Es la vida”, se dice, “es la vida que viene a pelearse conmigo, pero ¡No! ¡Nunca más, nunca más!”
Así es que aprieta los dientes con fuerza, se acelera su respiración, un torrente de sangre en la cara, un latir audible de su corazón y un mugir bajito como un toro a punto de embestir, con un desamparo expectante, toma un cuchillo carnicero, lo pone en su bolsa de diario y sale tomando la mano de Bryan y Milton, con un caminar firme hasta llegar al corral de los corderos de don Carlos. Está segura de que es ese viejo el que le está aguando la fiesta, que otra vez no quiere pagarle el cartón a Juan y que de seguro le está ofreciendo copete y diciendo pa’que ahoguís tus penas. Así es que, sin guardar remordimientos y con la misma fuerza con la que arrastra su anhelo, toma uno de los corderos como pagándose por su esposo, ensarta el cuchillo en el pobre animal, lo desangra, lo faena, lo pone en sus hombros y sin decir una sola palabra se dirige de regreso a su mediagua. Está dichosa porque ha ganado, porque sabe que esta noche serán felices, aunque sea por dos o tres horas.
Puesto en pie, en el peladero de la loma de su choza, cuando el sol ya se esconde entre las zarzas, Juan, quien recién había regresado, divisa a lo lejos el andar ahombrado de su mujer, con el animal muerto en sus hombros y sus niños correteando a su lado.
—¿Qué hiciste María? —le pregunta Juan, con una sonrisa intrigada.
—¡Fui a buscar tu salario! ¡El pago por todas las semanas y meses que te ha robado ese jutre de don Carlos! —le responde, sin detener su paso.
Ya es media noche, la choza tenuemente iluminada por el pedacito de vela que aún sigue encendida, un trozo de pan, costillas de cordero asado, papas cocidas, el silbido de la tetera recién hervida y el mate preparado. Cuatro cuerpos abrazados en una ensoñación de que le han ganado a la vida, que son felices, unas voces de niños riendo, el encuentro de un beso, el retumbar de los fuegos artificiales y una lluvia de estrellas multicolor cayendo sobre el camastro justo en el momento en que se apaga la vela.
FIN
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Areli Ulloa, sureña de corazón y de vida, quien disfruta de placeres sencillos como caminar en la montaña, tener una buena conversación, reírse con los amigos, nadar en el lago o leer un buen libro.
Kinesióloga, profesora y madre de ocupación.
De carácter impulsivo y alegre.
Desde la adolescencia comenzó a escribir como una forma de desahogo personal y actualmente con la idea de prestar voz a aquellos que no siempre la tienen.
Buscando inicialmente las técnicas en la narrativa poética, descubrió por accidente el mundo narrativo del cuentista, de quien ha estado aprendiendo, plagiando y generando una profunda admiración durante este último tiempo.
sentimientos y miserias, que muchas veces, ni el mismo protagonista sabe que los tiene.
saludos Ronnie
Una pluma muy ágil y capaz de escarbar en lo profundo de los sentimientos y la miseria.