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Fortunata

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Todo el mundo sabe que, si se cruza un gato negro en el camino, sólo pueden ocurrir calamidades. Pero si se rompe un espejo, los siete años de mala suerte no los quita ni el mejor santero. Incluso si se tiene un nombre que llame a la suerte como el de ella: Fortunata.

Se habían cumplido exactos siete años desde el nefasto acontecimiento ocurrido a Fortunata. Esa mañana buscando afanosamente las llaves, vertió todo el contenido de su cartera en la mesa y cayó el pequeño espejo al suelo donde se rompió en incontables fragmentos. Es un espejo pequeño–pensó–, no creo que sean siete años, a lo más tres. Pero un espejo, es un espejo y la ley universal debe cumplirse.

Durante siete años no ganó ninguna rifa, sorteo o concurso alguno. Por el contrario, ocho de cada diez pájaros preferían su automóvil para ensuciarlo, la tostada se le caía con la mantequilla hacia abajo, el agua se enfriaba cuando se estaba bañando, se sentaba en un pajar y se enterraba la aguja. ¿Qué más pruebas necesitaba de su desventura?

Pero hoy todo sería distinto, ya no debía cargar con la maldición de estos siete años. Se despertó confiada en que nada malo sucedería, aunque tampoco quería tentar a la suerte, por lo que tomaría todos los resguardos necesarios. El primer pie que puso en el piso al levantarse fue el derecho, se persignó lanzando un beso al cielo antes de poner el segundo. Se dio un baño rápido y el agua no se enfrió. Eso era una buena señal de que todo iría bien. Una vez que se vistió, se acercó a la virgencita de yeso de la mesa de arrimo, juntó sus palmas e hizo un breve rezo. Acto seguido y evitando que la virgencita lo viera, le sobó la panza al buda sonriente que tenía dentro del cajón de la mesita de noche. Porque bien es sabido que hacerlo da prosperidad y felicidad, siendo justamente lo que necesitaba ella ese día.

Desayunó rápido, tomando la precaución de que ningún cubierto se juntara formando una cruz, golpeó suavemente con su puño la madera de la mesa y salió de la casa, no sin antes acariciar la herradura colgada en la puerta y despedirse simbólicamente del gato dorado a pilas que movía su pata izquierda incansablemente. Una vez afuera, se percató de lo amenazante del cielo, por lo que tuvo que devolverse a buscar un paraguas. Se sentó tres veces, que es lo que hay que hacer cuando se vuelve a entrar a la casa para que la desgracia no sea la compañera del día y volvió a salir con su paraguas amarillo, su color de la buena suerte.

Al llegar al centro, caminó con confianza hacia la tienda, agitando coreográficamente el paraguas. Sabía que todo saldría bien, pues era martes, pero no trece, sino siete. Y siete es un número poderoso desde el inicio de los tiempos: Dios creó el universo en siete días.

Al entrar, se acercó al mesón, quedó frente al vendedor y lo saludó. Luego llevó una mano hacia atrás, a la altura de la cintura, cruzó los dedos y le preguntó:

– ¿Llegó mi encargo?

– Creo que sí. Iré a ver a la bodega.

Mientras esperaba, verificó que todo estuviera en regla: llevaba puesta la ropa interior de la suerte, dentro de la cartera tenía los dientes de ajo y colgaba de su cuello la cadena con el trébol de cuatro hojas de plata. Aprovechó de sacar unos granitos de sal que siempre tenía en alguno de sus bolsillos y los lanzó hacia atrás por sobre su hombro izquierdo, mientras que con la otra mano frotaba la pata de conejo de su llavero.

El vendedor llegó de vuelta y traía en sus manos la pequeña caja dorada, que en realidad no era dorada, pero Fortunata la veía así, rutilante, por las ansias de tenerla.

La felicidad la recorría de tobillos a sesera. Le temblaba la mandíbula y le flaqueaban   las piernas de la emoción. Le pasó el dinero al vendedor, con delicadeza guardó la caja en su cartera y se marchó.

Caminaba por la calle como si pisara nubes de algodón. Ensimismada con el entusiasmo de sacar el contenido de la caja, casi no vio una escalera en el camino que tuvo que rodear para no pasar debajo de ella y llevar a cuestas el infortunio. ¿Habría en el mundo alguien más feliz que ella?

De pronto, las verdaderas nubes dejaron caer unas gotas amenazadoras. En ese momento se dio cuenta de que no tenía el paraguas, pues lo había dejado enganchado en el mesón de la tienda. Se devolvió rauda, pues comenzaban a caer cada vez más gotas. Entró y antes de que cualquiera le dijera algo, pidió con urgencia una silla o cualquier cosa parecida. Amablemente un guardia le pasó un pequeño banquito, que él mismo usaba, pensando que venía muy cansada o no se sentía bien. Fortunata lo tomó y se sentó tres veces. Porque eso hay que hacer cuando uno se devuelve a algún lugar del que se ha salido hace poco, para espantar la mala suerte.

El vendedor al verla le hizo una seña con el paraguas que ya tenía en la mano y lo comenzó a abrir.

– Tome, se le quedó aquí. Llévelo abierto, mire que ya está comenzando a llover intenso.

– ¡No lo lo vaya abrir acá adentr…!– alcanzó a balbucear antes de que el paraguas quedara totalmente extendido.

Porque todo el mundo sabe que los paraguas no deben abrirse dentro de una habitación cerrada. Trae al menos tres años de mala suerte. Y un paraguas, es un paraguas, aunque sea amarillo.

Fortunata resignada, vio como afuera el cielo oscureció completamente y comenzó a llover cual  si fuera un diluvio universal.

FIN

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Mariana

¡¡¡NOOOO!!! Toco madera para no tenerlos. Jajajaja. Buenísimo tu cuento, Ronnie. Me encanta como escribes. felicitaciones.

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