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Casi todos los días íbamos a pescar. Yo me sentaba en la roca que quedaba sobre el pozón profundo. Mi papá decía que de seguro allí pescaría algo.  Él se quedaba de pie más allá, me miraba de vez en cuando y otras me sonreía como cuando los padres le hacen muecas, a los hijos, en las películas. Yo le sonreía a veces y otras miraba hacia otra parte, enrollaba el hilo de pescar y fingía no darme cuenta de que él me miraba. Se veía tranquilo, quizás hasta contento, pero no estoy seguro de eso. Pasábamos así las tardes, él enrollando y lanzando y yo haciendo lo mismo, aunque después de un rato siempre me aburría.

Ese día dejé mi caña a un lado y comencé a tirar piedritas al pozón. Después de un rato ya estaba completo metido en el agua. No me dijo nada cuando me vio así, con toda la ropa mojada. Mamá me habría regañado mucho y me habría llevado de inmediato a que me cambiara la ropa y luego tal vez me hubiera dado un tazón de leche cliente. La leche te ayudará a que no te enfermes, me habría dicho y después de seguro me habría agarrado a besos, de esos besos que me ahogan.

Cuando volvimos a la cabaña yo sentía que me estaba congelando y aunque me saqué la ropa mojada no dejaba de hacer esos tiritones que provoca el frío cuando se queda pegado en los huesos.

Miré por la ventana y escuché cómo silbaba el viento afuera. Las ramas de los árboles parecían que se iban a quebrar yendo de un lado a otro. El cielo se volvió de un color gris como cuando es invierno. Mi papá me dijo que se acercaba una tormenta eléctrica y que debíamos hacer fuego. Me dijo que necesitaríamos leña para pasar la noche y que yo fuera a buscarla antes de que empezara el aguacero.

Yo me apresuré a salir con la carretilla.

Pensé que si me adentraba un poco en el bosque podría encontrar palos secos y ramas que sirvieran para el fuego. Avance por un camino angosto que me conducía hacia los árboles y cuando estuve allí comenzó la tormenta. Primero fueron los truenos, luego los relámpagos. Venía uno tras otros y cada vez podía ver menos.

No me di cuenta cuando estuve mojado de nuevo. La lluvia copiosa empapaba las ramas de los árboles y estas se azotaban con fuerza, sacudiéndose sobre mí. Todo se hizo confuso para mí.

 

Cuando papá vino a verme yo casi recién había salido de vacaciones. Me dijo que venía para que pasemos tiempo juntos. Hubiera preferido que no viniera.  Yo no lo veía desde el verano en que mamá se casó con el tío Alberto. Lo recuerdo bien porque papá llegó de sorpresa, me llevó al parque justo antes de que empezara el matrimonio y mamá se enojó mucho por eso.

Yo quería quedarme en casa fabricando mi tirolesa. Sobre todo, ahora que el tío Alberto me había traído todos los materiales que necesitaba, pero papá insistió en que pasemos una semana juntos.

Lo primero que le conteste fue que sí, que me gustaría, pero que no podía porque mamá nos llevaría a ver a los abuelos y no quería que se entristeciera si yo no iba con ella. No me dijo nada, pero casi en seguida lo vi hablando con mamá en el patio y después ella vino a decirme que sería bueno que pasara unos días con él. Es tu padre. Les hará bien pasar tiempo juntos, me dijo. Le respondí que no, que no quería, que por favor me dejara ir con ella y con el tío Alberto a ver a los abuelos. Que quería enseñarles a construir las tirolesas a José Tomás y a Martín. Iba a decirle más, explicarle por qué no quería pasar tiempo con papá, pero no sabía bien cuáles eran las palabras correctas ni como decir esas cosas. Entonces mamá se agachó, clavó sus ojos justo sobre los míos como cuando quiere obligarme a hacer algo y me dijo que sólo sería una semana, tu papá ha venido de lejos a verte, ya habrá tiempo de visitar a los abuelos y jugar con los hermanos. Lo vas a pasar bien, ya verás. Entonces tuve que decir que ya, que está bien, que iría con él a la montaña.

 

Cuando uno está en la montaña el tiempo no pasa nunca, porque no está José Tomás para jugar a todo lo que se nos ocurre, ni está mamá para pedirnos que incluyamos a Martin en los juegos, aunque después quede llorando. Siempre queda llorando. No está el tobogán para llenarlo con agua, no están las pistolas con balines, no están las pizarras magnéticas ni el taca-taca. Tampoco están los autitos para hacer carreras con ellos en el patio, ni mi helicóptero rojo para que salga volando y caiga en la meta. No está mamá para darme las buenas noches. No está mi autito rojo favorito, ni el de José Tomás. No está José Tomás.

Mi papá me pasó esa carretilla para que metiera ahí los palos y yo metido en el bosque había conseguido llenarla. Sin embargo, apenas podía llevarla porque se me tambaleaba de un lado al otro y la rueda se quedaba atascada entre las ramas secas y en el barro que se formaba con la lluvia.

De un rato para el otro se hizo de noche, corría más viento y parecía que yo daba círculos entre los árboles. Venían más truenos y más relámpagos. Comencé a sentir mi corazón agitado y me parecía escuchar pasos que avanzaban despacito hacia mí y otros que corrían a mi alrededor, también oía voces que no podía distinguir, provenientes de todas partes. Comencé a mirar de un lado al otro antes de empezar a correr.

Por suerte salí al camino. Sentí como la lluvia golpeaba con fuerza mi cara y el viento empujaba mi cuerpo. Todo se hizo más pesado. No me dejaba avanzar. Había dejado la carretilla, con los palos, tirada y tenía ganas de encontrar la cabaña. Pero me daba no sé qué volver sin la leña. Pensé en mentirle a papá, decirle que se había desbarrancado la carretilla, pero en seguida supe que no era buena idea. Que no me creería o peor aún, que quizás me miraría como a un cobarde o se reiría de mí por no poder llevar la leña. Nunca me había encontrado solo en la noche, con tanto miedo y completamente mojado.

Cuando vi la luz de la linterna me asusté, pero cuando escuché mi nombre supe que era papá buscándome. Me llamaba una y otra vez con un tono medio enojado. Yo no dije nada, no sé por qué no dije nada, porque me hubiese gustado gritarle: aquí estoy papá, y después correr a abrazarlo, pero no lo hice. Me quedé callado en la oscuridad unos segundos. Creo que no quería que se diera cuenta de que estaba llorando.

Después de unos segundos, me limpié la cara y caminé rápido hacia él, para que me viera. Cuando llegué a su lado, me preguntó si estaba bien, ¿por qué te alejaste tanto de la cabaña?… soy un tonto en mandarte a buscar la leña, me dijo. Yo solo hice una pregunta ¿Cuánto falta para volver con mamá a casa? Me miró, se adentró en el bosque a buscar la carretilla, la sacó del charco en el que estaba estancada, volvió a mi lado, acarició mi cabeza y me dijo que haría una sopa para que nos calentáramos.

Por suerte él sí había conseguido leña y tenía la chimenea encendida y mi ropa lavada secándose frente al fuego.

Mi papá no habló mucho esa noche y eso a mí no me importó porque tampoco tenía muchas cosas que decirle. Así es que cenamos callados y luego nos fuimos a la cama. Yo no paraba de pensar en mamá y en el tío Alberto. Pensaba en qué habrían cenando en casa de los abuelos. Quizás sería ese estofado con ensalada de papas que siempre hace la abuela.  Pensaba en José Tomás y en Martin, en que de seguro estarían viendo la televisión porque cuando vamos donde los abuelos nos acostamos pasado la media noche. También pensaba en papá y en qué habría estado haciendo de no haber estado allí conmigo.

Papá tenía la luz encendía. Lo podía notar por el reflejo amarillo que veía debajo de la rendija de su puerta y hablaba por celular con alguien. Se disculpaba o daba explicaciones de algo, después permanecía en silencio y al rato continuaban las explicaciones. De pronto me quedé dormido.

Al día siguiente salió el sol otra vez y se veía como subía el vapor desde el suelo. Aún quedaban muchos charcos de agua.

Yo estaba un poco más contento porque papá preparó panqueques para el desayuno y porque solo faltaban dos días para volver con mamá y con el tío Alberto. Le dije a papá que no quería ir de pesca, que prefería hacer otra cosa ese día. ¿Qué cosa? Me dijo. No sé le dije, cualquier cosa le dije, pero dime me siguió diciendo, dime, o acaso ¿ya no quieres estar conmigo?, ¿crees que no me doy cuenta?… de nada sirve mentirse a uno mismo… Cada cual es como es y el cariño no se obliga. Si quiero estar contigo le dije, solo no quiero ir de pesca y era verdad. No había pensado en no querer estar más con él, pero ya que me lo decía me di cuenta que era cierto, que por más que hubiera querido obligarme a mí mismo, más cariño no me salía y que en ese momento hubiera preferido mil veces estar con mamá o con el tío Alberto.

Me miro unos segundos y después me dijo que conocía una cascada muy bonita que podríamos visitar, que de seguro me iba a gustar.

Esos últimos dos días, sólo caminamos mientras él me contaba historias de cuando era niño. De su vida en el campo y de la soledad de sus veranos. Me contó de sus acampadas en el río y de como aprendió a ser un hombre frente al abuelo y frente a todos. Vimos nidos de pajaritos, robles y arrayanes. Son colorados los troncos de los arrayanes y tienen sus hojas de un verde musgo muy brillante. En la cascada el aire era muy frío y las gotas de agua nos saltaban en la cara, yo levantaba los brazos para recibir toda la brisa y ya no podía oír a papá por el ruido del agua cayendo en las rocas.

De regreso a la cabaña, yo también le conté como jugábamos con José Tomás y Martin. Le conté lo que hacía en los recreos del colegio con mi amigo Felipe, las comidas que me gustaban y las que odiaba, también le conté cuando mamá nos llevó al zoológico, mi miedo a las arañas y como mi volantín se quedó atrapado en los árboles cuando fuimos a visitar a los abuelos para el dieciocho de septiembre. Extrañamente no extrañé tanto a mamá ni al tío Alberto ese último día.

Desde aquel viaje a la montaña nunca más volví a ver a mi padre.

Me regresó a casa un domingo pasado la media tarde. Nos bajamos del auto, acarició mi cabeza y besó mi mejilla. Luego balbuceo unas palabras que no alcancé a escuchar, pero no dije nada. Dejó mi mochila a los pies de la puerta, tocó el timbre de la casa y antes de que me abrazara mamá él ya no estaba.

Desde entonces me acompaña una sensación extraña y desconocida que antes no tenía. Un socavón amargo. Un vacío silencioso. Una orfandad instalada.

FIN

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Patty C.

Pero ¡qué buen relato! La descripción del ambiente, los diálogos tan sencillos, la belleza que presentas en cada escena, me encantó y me conmovió. ¡Felicitaciones, desde el Norte!

Areli

saludos del sur Patty. Gracias por tu comentario. Me encanta que te guste… cariños

Carmen sarue

Miyyy bueno tu relato…me encanta como en algunas líneas estamos dentro y viviendo o sufriendo lo que está pasando….bravo amiga

Areli

muchas gracias Carmen. Me animan tus palabras.
cariños

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