Dejó a su esposa e hija en el terminal de buses ese viernes en la tarde y se disponía por primera vez en años a estar unos días solo en casa. En la noche se quedó dormido viendo una película repetida mil veces en la televisión y al día siguiente tenía planificado no hacer absolutamente nada, solo comer mucho, luego descansar hasta que le diera hambre para volver a comer y nuevamente descansar para hacer buena digestión.
Eran las nueve de la mañana del día sábado, cuando despertó intempestivamente al ruido del timbre, en paralelo a golpes insistentes en la puerta de su casa. Levantó su pesado metro ochenta de humanidad rápidamente con el corazón agitado y se acercó al ojo de pez para saber de quién se trataba, mientras se anudaba con dificultad la bata al perímetro de su abultado abdomen. Sólo pudo ver un globo dorado que flotaba y se movía sutilmente. Al abrir la puerta, una comitiva de tres personajes gritó al unísono “¡sorpresa!” y comenzó a cantar a coro una canción que hablaba de la felicidad, de tener un gran día y otras ideas que su mente aún adormilada no lograba procesar. El payaso del centro sostenía una bandeja con comestibles multicolores y amarrado a una cinta, flotaba un globo inflado con helio; a la izquierda un pequeño oso, quizá un niño o un enano disfrazado, bailaba con un ukulele en sus manos y a la derecha una joven con traje de soldado cascanueces tocando un tambor. No daban espacio para interrumpirlos y explicarles que se trataba de un error, que no estaba de cumpleaños, ni de aniversario y que su hija, que no estaba en casa, ya había cumplido años hace meses. Terminaron de cantar, la soldado le dio un coqueto e infantil beso en la mejilla, le deseó toda la felicidad del mundo, mientras el payaso casi con disimulo le puso en sus manos, una pequeña tarjeta con el número telefónico de la oficina donde podía llamarlos en caso de necesitar algún otro servicio. Eso sí, a partir del lunes, pues sábado y domingo andaban en reparto. Totalmente confundido, fue todo tan rápido que casi sin darse cuenta se encontró en el umbral de su puerta con una bandeja envuelta en papel de celofán azul y un globo en sus manos, mientras veía como los mensajeros se alejaban raudos entre saltitos y ridículos pasos de baile entrando a un furgón. El oso era el que conducía, por lo que confirmó que era un enano disfrazado.
Se sentó cinco minutos desconcertado y enojado en el comedor, buscando alguna razón por la cual pudiera haber recibido ese regalo, pero definitivamente no la encontró. La explicación debía ser la de siempre: una confusión en el domicilio, tal como le ocurrió la vez que le cortaron la energía eléctrica por “no pago”, como decía el papelito celeste pegado en el medidor con la misma numeración de su casa, pero con el nombre de otra calle.
Concluyó que era el cumpleaños de algún niño del sector. No podía dejar a un infante sin regalo. Bebió rápidamente un café y se sumergió en su viejo ropero.
Encontró una camisa floreada hippie, un viejo paletó de lanilla, un sombrero de ala de su esposa, unos guantes blancos amarillentos, un pantalón con suspensores y botas de bombero y una humita roja. Se comenzó a poner las prendas una a una, descubriendo que algunas de ellas no le cruzaban. Se desordenó el frondoso y rizado pelo cobrizo de naturaleza, mezclado ahora con algunas canas, se pintó la nariz roja y se puso crema blanca en boca y ojos, marcando los contornos con un delineador que encontró en el baño.
Se miró al espejo con detención. Su maquillaje y atuendo se asemejaban a un payaso, pero el centro de sus cejas elevadas y las comisuras de sus labios descendidas le daban un rostro mezcla de tristeza, enojo y resignación. Extendió los brazos ensayando una sonrisa amplia dejando ver incluso el espacio del premolar izquierdo caído en batallas culinarias pasadas. Poco a poco se autoconvenció de que era el mejor payaso del mundo, el mejor vestido, el más simpático, el más varonil y el más sexy. Tomó la llave de su casa, la bandeja con el globo y salió. De paso cortó dos flores del antejardín y se las prendió una en la solapa y la otra en el sombrero.
Caminó dos calles abajo hasta la casa con la misma numeración que la suya, tocó el timbre y con su cara de payaso triste le preguntó al hombre que abrió, si se encontraba su hijo. Antes que el padre saliera del desconcierto, apareció el menor curioso, abrazó las piernas de su padre y el payaso comenzó a destrozar notas musicales con su voz “feliz, feliz en tu día, que reine la paz en tu vida y que cumplas muuuchos maaaás”, que era la única parte que recordaba de una vieja canción de cumpleaños de su infancia, a la vez que daba unos pequeños saltitos de lado a lado como si el piso quemara o estuviera aplastando hormigas imaginarias.
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¡Papá! ¡El payaso de It me viene a comer el brazo! – gritó el niño desesperado y huyó hasta su dormitorio.
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No niño, tranquilo. Disculpe, ¿no está su hijo de cumpleaños?
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Y faltan meses para eso.
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¿Sabe si por acá habrá alguien de cumpleaños?
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Parece que en la otra cuadra en la tercera casa
Dio un suspiro, encogió los hombros e hizo un gesto de despedida. Emprendió rumbo a la otra casa, pero antes sacó un pequeño bombón que estaba en la bandeja y con disimulo se le puso entero en la boca, esperando a que se deshiciera sin masticarlo.
Tocó el segundo timbre y salió una atractiva mujer en pijama. Lo miró extrañada y le preguntó: –en qué lo puedo ayudar? Él se puso algo nervioso, levantó una ceja y comenzó a cantar “estas son las mañanitas que cantaba el rey Daviiiiid”, mientras movía las cejas coquetamente y hacía movimientos ondulantes de cadera, flectando un poco rodillas en un incipiente “perreo” de esos bailes de moda. Ella se llevó con disimulo las manos a los oídos, apretó los labios para no reírse y le dijo: pare, pare, por favor, no malgaste sus cuerdas vocales. Aquí no hay nadie de santo, ni de cumpleaños, ni nada. Pero tengo entendido que la hija del vecino de tres cuadras más arriba, el de la casa amarilla está hoy de cumpleaños.
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De todas formas, gusta un chocolate de la bandeja, señorita.
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Señora. Y no, gracias.
No fueron tres, sino cinco cuadras. La casa amarilla era la única de las que había visitado que tenía antejardín con reja, dos lujosos vehículos estacionados y elegantes terminaciones en la construcción. El payaso, barriga relajada, bandeja en mano y globo flotando, estiró el cuello para mirar las casas vecinas y éstas parecían maleza rodeando un rosal. De seguro son narcotraficantes, pensó. Ojeó la fachada de la casa buscando cámaras de seguridad, y al no verlas, se zampó un pastelillo de la bandeja. Mientras lo tenía en la boca tocó el citófono de la reja y se encontró con que éste sí tenía cámara. Le preguntaron quién era y qué deseaba. A él ya no le quedaba saliva para tragar luego de la caminata y con mucha dificultad, evitando masticar, movía la lengua para deglutir mientras subía las pupilas haciendo morisquetas. Sin embargo, un pequeño trozo de pastel no pudo bajar y le generó una explosiva tos que embadurnó el citófono completo. Casi en simultáneo apareció un perro del tamaño de un toro, o al menos así lo percibió él, que le ladraba a través de la reja. Uno tosía, el otro ladraba como si compitieran o interpretaran una macabra pieza coral. Desde la ventana de la cocina que daba hacia la calle, se asomó un hombre de mal ceño, con el auricular del citófono en una mano y con la otra haciendo un gesto de “no”, a la vez que se escuchaba su voz por el pequeño parlante manifestando que no quería comprar nada.
El payaso, bandeja en suelo y manos en rodillas, recuperaba lentamente el aliento. Luego se alejó unos metros de la casa tomando la bandeja y en ella encontró una botella de néctar de durazno que precipitadamente bebió de un sorbo, después se secó la boca y de pasada el sudor con la manga del paletó. En qué trabajará este tipo que puede tener esta casa y esos autos y ese perro. Y uno que trabaja de sol a sol no tiene ni un cuarto de aquello, pensó. En eso estaba, cuando oyó niños detrás suyo. – ¡Un payaso! – dijeron al unísono. Se dirigió a la casa de donde provenían los gritos, puso su mejor voz aguda y estridente de payaso y les dijo: – ¿alguno de ustedes está de cumpleaños, amiguitos? Siiii – respondieron. Sonrió con alivio espontáneamente. – Yo en octubre y mi hermano en abril. – Y yo en junio, dijo otro niño. – Si, pendej.. niños – respondió retomando la voz de payaso. – Pero ¿alguno de ustedes está HOY de cumpleaños? Los niños respondieron que no, decepcionados, moviendo la cabeza de lado a lado. Pensó ofrecerle alguno de los chocolates de la bandeja, pero prefirió no compartirlos con ningún mocoso gritón.
Sacó los chocolates de la bandeja y los empezó a masticar con ganas, con ansias, con rabia. Emprendió el camino de regreso a su casa y el sol ya empezaba a chorrear calor por todos lados y sentía que sus botas plásticas se pegaban al piso. El sudor de su frente empezó a llevarse el maquillaje blanco de su rostro y el rojo de su nariz y su cara de payaso se empezó a parecer más a la de un zombi errante. Se sacó el paletó y la humita y tuvo la intención de estrellar contra el suelo la maldita bandeja, pero se contuvo, principalmente porque aún le quedaban algunos comestibles tentadores al paladar.
Ya en casa era la hora del almuerzo y sin ganas de cocinar se comió todo lo que quedaba debajo del celofán. Cuando ya estaba terminando sonó el teléfono.
– Aló, mi gordito, ¿cómo estás?
– Papito, papito, ¿cómo estás? – oyó las voces de su esposa e hija en la línea.
– Si les contara no me creerían.
– Espero te haya gustado el desayuno sorpresa, gordito…
Su mirada se clavó estupefacta en el sobreviviente globo atado a la bandeja.
Cuento entretenido, genial!! me reí con la divertida situación que vivió el protagonista. Felicitaciones!!
Gracias Ruthy. Que bueno que te entretuvo.
Muy entretenido, alegre
Felicitaciones
Gracias Leticia por tu comentario.
Entretenido .Me tuvo expectante hasta el final . FELICITACIONES .!!!
Gracias Rosa por tu comentario.
¿Alguna vez has recibido un regalo equivocado?