Frente a más de ochenta mil espectadores está “Águila Cortés” esperando el tiro de penal que llevará a su equipo a la final de la copa mundial. Un estadio atiborrado, una hinchada expectante que por unos segundos ha dejado de enarbolar sus banderas para ponerse de pie y presenciar el acto que podría ser el más solemne de sus vidas. Han acallado los tambores, los silbatos, los cantos y el silencio se ha apoderado de todo el estadio. Algunos tapan su boca con sus manos y cierran los ojos llevados por los nervios. Otros lloran y se toman de las manos como si con ese gesto multiplicasen el esfuerzo del portero. A la distancia lo ven pequeño, inmóvil, pero saben que es grande y desde sus corazones lo animan, lo fortalecen, lo sostienen, porque le creen, porque lo necesitan, porque el pase a la final será una alegría para todos, un recreo, un aliento en los altibajos de sus propias vidas.
El portero tiene sus ojos más abiertos que nunca, sus rodillas levemente dobladas, sus brazos abiertos sedientos de triunfo, su corazón palpitante que quiere escapar por su boca, una sensación ahogante que lo sumerge en lo más profundo de la tierra y lo eleva al cielo a la vez. No sabe si está de pie o está flotando, pero lo cierto es que está paralizado con el tiempo detenido en la mitad de la portería, con la sangre caliente y los guantes pegoteados de tanto sudor.
¡Gooool! ¡Golazo! gritó Lisandro cuando pateó su pelota contra la portería solitaria, hecha con palos de coligue, en la cancha abandonada. Una cancha de campo, una cancha olvidada por la ausencia de niños que habían emigrado a la ciudad, donde solo quedaban recuerdos de gritos, de juegos, de risas y bromas escondidas en los matorrales silvestres. Ecos ahogados en los mallines, juncos, temos y maitenes.
¡Gooool!, cuando volvió a patear hacia la portería vacía.
De repente oyó un ruido desde los matorrales. Otro ruido, unos pasos. Era el hombre del machete que Lisandro vio el día de su cumpleaños, ese amigo de papá que vino del norte. Estaba ahí parado a unos doce metros mirándolo, quieto, con una respiración lenta y audible, con los ojos desorbitados fijos en él, con una mucosidad que caía desde su nariz y de la cual ni siquiera se había dado cuenta. Era el hombre que le recorría con la vista su cuerpo tembloroso y que masajeaba sus genitales por debajo de su pantalón.
Lisandro se empapó de sudor y de miedo, supo que estaba en peligro. Pensó en correr y en su pelota nueva, pero sus pies se anclaron firmemente a la tierra y su pelota rodó bajo las tupidas zarzas. Su corazón latió tan rápido que lo ahogaba, tenía ganas de llorar, pero no le salía. En este preciso instante estaba solo frente al mundo y frente al hombre. Miró al cielo como buscando ayuda, pero sólo encontró silencio, como si los mismos grillos, los saltamontes y las cigarras, desde sus corazones de insectos, en una expectación reverente, hubieran acallado su canto para unirse a su súplica de niño.
En el Estadio, el arquero mira al jugador que lanzará el penal y lo ve preparado. Es alto, moreno, fornido y está vociferando, alzando sus brazos y dando pequeños brincos con una seguridad inexorable. Le ve tirar un gargajo al aire y le parece un toro presto a embestir. Luego, a la distancia encuentra su mirada, su sonrisa, una sonrisa que le parece irónica, como si le estuviese enrostrando una penosa realidad. Una derrota, un fin.
Esa sonrisa fue una daga invisible directa al corazón del arquero, porque le recordó a Marcia, su mujer. Le recordó el día en que Marcia no le recriminó más sus desaciertos, sus constantes ausencias, sus olvidos, sus desprecios, su carrera. El día que escuchó a Marcia decirle que ya no lo quería, que se iría. El día que Marcia se marchó.
El hombre le sonrió al niño y con una voz rara y entrecortada como si estuviese drogado o en el orgasmo mismo, le preguntó sin dejar de sonreírle si quería jugar a la pelota, que él podría lanzarle al arco y entretenerlo un rato. Lisandro nunca había visto una sonrisa así. Sin embargo, como si su mente hubiese conspirado a su favor, encontró en sus recuerdos otra sonrisa, una conocida, la sonrisa de mami; tierna, amorosa, protectora, segura. Una sonrisa que le decía: Corre Lisandro, corre … ven a casa a abrazarte conmigo. Corre rápido como cuando corres tras los caballos.
Lisandro dijo Sí, pero en realidad su voz no se escuchó porque nunca salió de su garganta. Sólo dijo Sí en su cabeza. No dijo Sí a jugar con aquel hombre, dijo Sí a mami. Sí a que correría, a que escaparía, a que iría a casa y la abrazaría, porque no estaba lejos, que sería valiente, que lucharía.
“Águila Cortés” dice Sí, pero su voz no se escucha porque sólo lo dice desde el corazón. Dice Sí, por primera vez, a Marcia, que tenía razón, que la había dejado sola, que la había abandonado, que había puesto todo lo de él antes que a ella. Dice Sí, a que la entendía. También dice Sí a la sonrisa del jugador que lanzará el penal, que lo esperaría, que se defendería, que lucharía, que lo haría por su equipo, por el mismo, por Marcia. Como si ese triunfo le estuviese dando una nueva oportunidad, una esperanza.
Lisandro, como gato engrifado que ha salido de su pasividad al ataque, corrió a toda velocidad hacia la única dirección posible, su casa, su madre. Se metió en matorrales, en zarzas, bajo los maquis tupidos y saltó como saltamontes por el humedal sin hundir ningún paso. Nunca había saltado tan largo y corrido tan rápido en su corta vida.
El hombre le seguía de cerca.
El arbitro anuncia con el silbato que es el momento de patear el penalti. El jugador que va a ejecutar da uno, dos, tres, cuatro pasos atrás y luego corre a toda velocidad hacia el balón. ¡Ahí va!…¡viene!…¡llega!, ¡pierna derecha! ¡ángulo superior izquierdo del arquero!… ¡wooooow!
El hombre persiguió a su presa. Sacó su machete y fue cortando los matorrales, las zarzas secas, los arbustos por los que se había metido Lisandro. Se había vuelto loco y le gritaba que con ese mismo machete lo mataría. Uno, dos, tres, cuatro saltos, pierna derecha, brazo izquierdo y le atrapó.
Lisandro se escabulló por debajo de su polera, que le quedaba dos o tres tallas más grandes y aunque se orinó en los pantalones, siguió corriendo. Se arrastró por el tupido matorral. El hombre enfurecido, con la polera de Lisandro en sus manos, dio machetazos al aire, a las ramas, a los arbustos, pero se dio cuenta que era imposible quitarlos. Entonces decidió abalanzarse a cuerpo completo sobre las zarzas y sobre las matas.
El portero se llena de ansiedad, repite una y otra vez para sí mismo, soy el mejor, soy el mejor, soy el más grande, hoy vamos a ganar, nos vamos a ir felices, lo voy a lograr, y en una reacción felina salta como nunca antes había saltado, hacia el ángulo superior izquierdo del arco y tapa. Impresionante…tapó, tapó, tapoooo, figura, figura, monstruo, Dios mío para meterse a la final, estuvo notable, ha sido la figura…
Lisandro salió de los matorrales mientras se decía a sí mismo, soy rápido, soy valiente, soy valiente, lo voy a lograr y sin darse cuenta ya estuvo en casa, abrazando a su madre y llorando, porque en ese instante si pudo llorar.
El portero llora mientras sus compañeros lo vitorean y lo alzan hacia el cielo.
La madre alzó al niño entre sus brazos y lo besó, lo besó.
En el estadio se vive una alegría descomunal.
Cómo para no creerlo, Lisandro Cortés, más conocido como “Águila Cortés” le ha dado nuevamente una alegría a nuestro pueblo. Desde la cordillera del Sur de Chile a Madrid, España.
(Dicen los titulares del periódico al día siguiente del triunfo)
Uuuuuu muy fuerte el relato…el montaje perfecto..el tema duro …bien a tu estilo.excelente
gracias Carmen.
Temática dura y lamentablemente real
cariños
Me atrapó este cuento, excelente relato!
gracias Paola, cuál fue la parte que más te gustó?
saludos
Bueno, bueno, bueno. Muy bien utilizado el recurso del montaje.
Gracias Ronnie. Saludos
Las dos formas de ser héroe… cuático… 👍👍👍
Así es, héroe en dos tiempos distintos.
Te invito a leer los otros cuentos Yerko.
Saludos