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El parpadear de las luces

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Es curioso ver cómo las tragedias cambian a las personas: endurecen el rostro, oscurecen la mirada y transforman el semblante en una grieta profunda llena de cavilaciones. Eduardo no se quejaba, miraba desde la ventana sin hablar como cada mañana y como cada tarde. Con la mente perdida dibujaba un vacío en la habitación, contemplando el todo y observando la nada. Desde el día de la tragedia nunca volvió a ser el mismo. Nos vinimos escapando de la tristeza y la culpa por todo lo que perdimos en aquel maldito incendio. Tomamos la barcaza temprano y decidí arrendar la casa más lejana que hubiese en todo Porvenir. Encontramos una que quedaba frente al faro de la península, totalmente alejada del pueblo. La isla nos ofrecía la posibilidad de invisibilizar nuestro pasado. Las calles vacías parecían atraparnos en sus cortos tramos. Las cortinas se abrían a nuestro paso, éramos los nuevos, los bichos raros, aunque poco a poco nos fuimos ganando un espacio.

Cuando ya llevábamos viviendo allí un par de meses, al ser una pequeña localidad, todos nos conocían y hablaban de nuestro dolor. Los escolares risueños y juguetones que a veces pasaban frente a la ventana miraban a Eduardo y lo saludaban. Él no los veía porque sus ojos estaban clavados en el agua, esa agua que se sacudía con la fuerza eterna del viento fueguino.  

Yo pasaba las tardes tejiendo para entretenerme, poniendo atención en las horas que debían avanzar rápido para cumplir con el rito sagrado de la medicación. Dedicaba gran parte del día a observarlo tratando de descifrar su mente e interpretar sus movimientos. Era difícil habitar la misma casa con un alma vacía que no pronunciaba palabra alguna. Durante la noche era peor. Lo escuchaba quejarse mientras dormía, con una voz extraña más gutural. Era como si alguien desconocido habitara su cuerpo y se apoderara de su presencia. Durante su infancia había tenido episodios incontrolables donde perdía el sentido de las cosas y se tornaba violento, pero después de la tragedia era como si su fuerza descontrolada se hubiese fundido en una fuerza ausente.  

A la hora del crepúsculo, comenzaba a dar vueltas por la habitación en forma frenética chocando los talones y agitando las manos. Yo cerraba mi puerta y fingía no escuchar, para así no alterar mí ya desgastada psiquis. Pero mi mente empezaba a trabajar y a descifrar el ritmo de su respiración y sus pasos agitados. Me volvía loca al tratar de ignorarlo. Casi podía ver su inquietud tras la delgada pared que separaba nuestras habitaciones. Por momentos reía sin parar, con carcajadas forzadas y psicóticas  hasta secar su boca y dejar su lengua colgando por la sequedad que le producían los medicamentos. Así pasaban los días, yo estaba en una lucha constante contra el sueño que no podía conciliar, expectante de saber cuándo caería rendido. Mi procesión materna provocó un desgaste en cada pensamiento positivo que pudiera tener, temiendo que los nuevos vuelos a los cuales me atrevía a encumbrar, fueran destrozados por una preocupación relacionada con este hijo que me robaba hasta la sombra.

 La luz del faro solía calmarlo, especialmente en las noches de mayor tensión. Se sentaba al borde de la cama y observaba tras la cortina el prende y apaga. De vez en cuando lo miraba por la puerta y sentía que en cualquier momento se iba a desquiciar. Debía estar atenta y preparada para reaccionar. Como cuando era niño y lo pusieron en mi pecho la primera vez y no paró de llorar en días.  

Una noche de mediados de junio desperté asustada. Había podido conciliar el sueño sin necesidad de pasar en vela. Sospeché que algo no andaba bien. Entonces vino a mi mente como una cachetada el recuerdo de estar tan cansada la noche anterior y haber olvidado darle la última dosis de su medicina.

Miré hacia afuera, la luz del faro no parpadeaba. Me entró un espanto, como la noche del incendio. Corrí con el llanto atorado. Las piernas me pesaban al tratar de avanzar en el terreno inestable. Los nervios me recorrían el cuerpo dejándome tiritona y con ansias de gritar. El viento no paraba de zumbar y hacía más difícil mi camino. Con cada paso en falso que daba, algo en mi interior enfriaba mi sistema interno debilitándolo. Otro anuncio de que algo andaba mal. No vi a Eduardo por ninguna parte, me temía lo peor. Sabía que debía ir al faro y dar aviso. Aceleré el paso, tomando impulso para no perder minutos, y cuando me acerqué lo suficiente, mis temores se hicieron realidad; el faro estaba en llamas. Era tragado por lenguas luminosas de fuego, que me hacían recordar la noche de navidad cuando el árbol dejó de parpadear y Eduardo, con esa frialdad y determinación escabrosa, reaccionó de la misma manera, iniciando un fuego inquisitivo que se expandió, apoderándose de nuestras vidas. Aquella hoguera dejó atrapados a su padre y su hermana Raquel, a quienes lloro en mi sepulcral silencio, no pudiendo delatar al culpable.

A lo lejos se oían los gritos desesperados de los fareros. Pedían auxilio desde lo alto, suplicaban por ayuda. Sus imploraciones se perdían en la soledad del paisaje. Miré alrededor buscando su presencia con desesperación, aullé su nombre, y ahí lo vi, observando atentamente. En el vacío de sus ojos, noté que una milimétrica sonrisa lo hacía jactarse de un nuevo triunfo.  Sabía que deberíamos buscar otro lugar donde las luces no pararan de brillar. Los bomberos y la policía aparecieron después de un largo rato, pero sólo alcanzaron a despejar las cenizas y recoger los restos de los dos cuerpos que custodiaban el lugar. 

Fugarse resulto fácil: éramos “la madre y el niño enfermo”. Nadie sospechó de dos almas solitarias que buscaban refugio en medio de la pampa. Recluirse en el sur de la isla, entre las ollas y vapores de una Estancia, resultó ser una decisión tan estratégica como catastrófica. Había expuesto a esos hombres ovejeros a merced de los arrebatos de Eduardo. Nunca me arrepentí de callar, aunque la culpa me fuera consumiendo entre angustias y remordimientos.

FIN

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Ramiro Oliveros D

Una madre es madre ante todo. Aunque ello implique cubrir al asesino de su esposo e hija. ¿es así ? Siempre? Difícil pregunta. Me quedo con la atmosfera del relato, húmeda, fría y a la vez abrasadora y asfixiante. Me quedo con el temple de esa mujer y el amor que siente por su hijo. Me quedo con la maldad que disfraza la condición de Eduardo.
Felicitaciones Cecilia, hay elementos para también incluirlo en la categoría del terror.

Iván Olguín

Me gustó mucho este relato Cecii… el sentido del deber vs la culpa y el miedo. Notable. Tiene un final abierto, pero no puedo evitar pensar que todo va a terminar mal para ella.
Felicitaciones!

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