El escritorio era de madera de lingue, modelo Luis XV, con 12 cajones, 2 puertas y columnas talladas en la madera. Dos bases sólidas soportaban una cubierta de 1.80 x 1.80 mts. Tenía una cubierta de cuero café y la tapa del tercer cajón a la derecha tenía un rayón en la madera que el lustramuebles no cubría. Mi cajón era el tercero de la izquierda, junto a la ventana. Ahí guardaba los dibujos, los cuadernos, lápices, tareas y, de adolescente, también la marihuana que, tontamente, pensé que escondía. No recuerdo lo que me dijo mi madre, pero lo que fuera, dio resultado.
Bajo el escritorio, en el pasillo que se formaba entre las bases, los niños se escondían y jugaban. Sobre el escritorio, se peleaba con el polvo, el orden de los documentos serios, las pitanzas telefónicas y el contacto con el exilio. En el primer cajón a la derecha, se guardaba las monedas: para el cartero, la micro, la limosna. La puerta que había bajo ese cajón había perdido su chapa. Mi dedo meñique cabía justo en el orificio de la llave, para poder abrirla.
Había pertenecido a la familia desde 1911 y fue un obsequio de un hermano de mi padre, al que conoció y disfrutó ya ambos siendo hombres adultos.
Los meses que mi padre estuvo en cama, mi vida corría entre mi trabajo, mi hijita, el llanto y caminar cansado y silencioso de mi madre; mi hermana, también postrada, antojada de uvas en una época en que no estábamos globalizados y un vecinito de mi oficina a quien yo regalaba la ternura que las tías del jardín de infantes le entregaban a mi pequeña y delicada lirio del valle.
Mientras dormía siesta, los ángeles se llevaron a mi padre en una tarde celeste de lluvia de un año de sequía, dejando la familia convertida en un matriarcado temperamental, como suele ser cualquier cosa dirigida por mujeres.
Tras dejarlo en el cementerio, despedir a los parientes lejanos y ordenar la casa de tanta visita, surgió un llanto que duró horas y horas. Un llanto que se escapó por mis ventanitas con aureola de colesterol, que nacieron en mi endometrio y mis amígdalas no supieron filtrar. No eran perlitas de cristal mojado. Era un collar de perlas del charlestón, de 3 vueltas, roto y desperdigado por el escritorio familiar.
Esa noche, quedé un poco más miope…
Creo que ahí fue el inicio de mi no-estar. Ya no hubo más tiempo. Sólo había que ser y hacer. Hacer y hacer. Me arrebataban los quereres y me dejaban solamente soledad, obligaciones y un saldo en contra de llanto atascado.
Tiempo después, los querubines invitaron a mi hermano mayor a cantar con ellos. Guardé sus cartas en el cajón central del escritorio, el que guardaba los más interesantes secretos y el único que aún conservaba su llave original. Ya no volví a escuchar sus canciones al desayuno, ni sus penas al atardecer. Tal vez ese día de abril, quedé un poco más sorda…
Mientras yo acumulaba cuentas sobre el escritorio, muchos tomaron maletas y se fueron: que sus trabajos, que sus familias, que los entredichos; que no son más que dichos de gente entre-metida; y la flojera de aclarar nada, nacida de un pasado no-común.
Dejé que se fueran sin luchar y sin fuerzas para intentar entender. Ni siquiera recuerdo si me despedí. Pero al final de un día cualquiera, disfruté de un café y un trozo de chocolate que compartí con mi hija. Me dí cuenta que ya no había nadie más en casa. Que ya no había lágrimas y que ya no estaba el escritorio.
Fue vendido por mi madre a desconocidos, a cambio de un poco de espacio para acumular culpas y esperanzas.
Ese día, perdí el habla…
FIN
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Que cuento tan profundo amiga, cada evento,las idas y partidas ,esos dolores de la vida ..me gusta leerte..gracias…espero otros..