Los escalones de piedra le parecían deliciosos a sus pies descalzos y la brisa que se colaba entre los pasillos le refrescaba su cuerpo sudado por el calor, ayudándolo a olvidar las picas de los guardias que clavaban su espalda obligándolo a avanzar. Una punzada de pánico le atravesó el estómago al verlo.
Desde lo alto, el faraón lo miraba con una sonrisa macabra. Lo estaba esperando, era momento de responder por sus dichos. ¿Debió simplemente quedarse callado y seguir con su vida?, se habría ahorrado todo este peso que lo asfixiaba, ¿acaso estaba dudando? ya no era tiempo para eso, o sino ya podía darse por muerto. Ahora estaba ahí, frente a él, en el mismo salón del trono donde tantos otros habían muerto. Pero estaba ahí como parte de un propósito, sí un propósito, debía seguir repitiéndolo en su mente para ganar fuerza. Se obligó a no recordar aquella vez que presenció la muerte de los sirvientes. Con una sola frase que salió de la boca del faraón. Se desplomaron y murieron. No pudieron resistir, simplemente murieron, así, sin más, como si de su voz saliera la misma muerte ¿Cómo era eso posible? ¿Acaso tenía autoridad incluso sobre la vida y la muerte? Eso es lo que todos creían y temían. Excepto él. Sabía que mentía.
A pesar del radiante sol que iluminaba el salón, a su alrededor se tejía una tétrica atmósfera. Los sirvientes escondían un despavorido semblante. Como si estuvieran caminando por el borde de un precipicio. Agobiados por el poder, hechizados por el miedo.
La voz del faraón era gélida y hacía eco en el salón de piedra. Había escuchado mucho sobre él. El aprendiz de la biblioteca, por fin lo conocía. ¿Por qué había dicho tales cosas en contra de su deidad?
Al responder las palabras le sabían a bilis en la garganta seca. Sus súbditos y la gente del pueblo vivían aterrados, porque creían que tenía el poder de invocar la muerte con su palabra. Pero él sabía que no existía tal poder. ¿Qué pasaría si llegara uno que no le temiera? Aquí tenía a uno, justo en frente de él.
Entonces sintió su mirada penetrante. Así comenzaba, tal como lo había visto antes hacerlo con otros. Luego vinieron las palabras. Era un necio, cómo se le ocurría insultarlo de ese modo, a él, que no era un hombre, sino un dios encarnado. ¿Alguna vez había pensado? ¿Alguna vez se había preguntado realmente? ¿Qué pasaría si de pronto simplemente…muriera?
Un escalofrío recorrió su espalda, y la briza ya no fue refrescante, sino helada… ¿De pronto? Es decir, ¿ahora, en este momento? La muerte había pasado de la fantasía a la realidad, tan real como el aire que respiraba ¿cómo pudo no verla antes? Viviendo como si no existiera, como si fuera algo reservado solo para otros. Ahora estaba aquí, su oscuridad lo abrazaba, podía sentirla, era casi palpable. Su corazón se aceleró, comenzó a sudar frío y su mente viajó en el tiempo recopilando fragmentos de toda su vida. ¿Así que esto es lo que hace? ¿En esto consistía su poder? Ahora entendía. Cerró los ojos como por intuición, pero el mareo hizo que las palmas de sus manos se encontraran de golpe con el duro suelo de piedra. Se obligó a abrirlos para escapar del torbellino que lo ahogaba. ¿Esto es tener conciencia de la muerte? Pero, ¿por qué tenía tanto miedo? Moriría, sin duda, pero hoy no, no por aquel truco. Había venido a otra cosa. No a ser uno más, sino uno menos. La ironía le causó gracia, casi risa, debía aceptar la muerte para evitar morir. Utilizó ese pensamiento como palanca para escapar de la sobredosis de pánico. ¡Ayúdame Elohim! haz tu obra en medio de esta asamblea y luego iré a reunirme contigo, en paz. Se puso de pie lentamente en medio de un murmullo de asombro que inundaba el salón y la mirada atónita del faraón. Su poder no era real. Su gente estaba tan acostumbrada a hacer todo lo que le ordenara, que incluso obedecían la orden de morir. Pero él se negó.
La copa de bronce del faraón cayó por los escalones del trono y rodó hasta sus piés. Los guardias que sostenían las picas dieron un paso atrás. El rostro del faraón se inundó de rabia pero con extraordinaria rapidez se convirtió al pánico. Que lo maten ordenó, pero sus súbditos no se movieron. Se había roto el hechizo. Ahora era momento para el faraón de temer.
Desde la arena del desierto, la sangre inocente derramada reclamaba justicia y el Dios del cielo lo había escuchado. Su voz hizo eco hasta los rincones del salón. Horrorizados sus súbditos presenciaron como con un movimiento atolondrado el faraón intentó escapar tropezando con sus propios ropajes, pero hoy era el día de su muerte, así se le ordenó, y él obedeció…
FIN
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Esta es la historia de alguien que quería ser escritor, que no era escritor, hasta que un día se preguntó ¿qué es ser escritor? y se dio cuenta que, sin saberlo, siempre lo fue. Es de los que sueña, más despierto que dormido, le gusta el café y las historias que te dejan ¡guau!
–Dios, pero qué pésima presentación, ¿a quién voy a convencer? –pensó a regañadientes, arrugó el papel y lo lanzó al tacho de basura, en donde chocó en el borde y cayó grácilmente junto al montón acumulado en el suelo– Bueno, voy de nuevo. Esta es la historia de un escritor…
Wow, me deja sin palabras este cuento, me encantó! Eres muy talentoso.
🙂
Felicitaciones Aldo, me encantó el cuento!
Gracias, saludos Iván!
Esta es una de esas historias que te dejan «guau!» Tal como dice tu descripción. Ambas muy buenas
¡Guau!
Waw me encantó, que interesante ✍
¡Elohim!
Gracias!