Octavio era un hombre introvertido de mirada triste y huraña. Aparentaba más edad de la que tenía. Aquel día, la rigidez de su rostro denotaba cierta variación en su semblante. Llevaba el boleto de lotería escondido en el bolsillo interior de su única chaqueta. No lo soltaba ni a sol ni a sombra. Lo llevaba adosado a su cuerpo como quien se aferra al crucifijo de un hijo moribundo. Cuando se dio cuenta que su número había sido favorecido con el premio acumulado, no sabía si sostenerse en pie o arrodillarse. Pero no hizo ni una ni otra cosa. La noticia lo sorprendió en el matadero de carnes en donde había trabajado por años. Siempre ocupó el mismo puesto en la línea de faena, esperando cada animal para destriparlo y arrancarle la piel hasta dejar la carcasa limpia y dispuesta al siguiente paso. Ese día no se permitió distracción.
Miles de ideas pasaron por su cabeza, sin embargo, el pensamiento que había rondado su mente los últimos días, cobraba en ese minuto un replanteamiento vital con la noticia. Después de una vida llena de esfuerzo, alcoholismo y relaciones tristes y solitarias, había decidido buscar la forma y el momento preciso para terminar con la agonía de despertar a diario. Así, Octavio, fue tejiendo un plan silencioso para poner fin a su vida. Lo haría en su lugar de trabajo, en las cámaras de congelado. Se colgaría de una soga desde las vigas del cielo raso y así pondría fin a sus tristes días.
Pero el billete de lotería lo cambiaba todo, y había un pequeño detalle que casi olvidaba por completo. El premio debía ser repartido entre su compadre Huasco y su compañero de labores, el Chelo Ponce, con quienes fue a comprarlo e hizo la promesa de dividirlo. Era raro que un suicida se aferrara a la idea de una lotería, no obstante, un muerto en vida alberga la esperanza de cambiar de idea hasta el último respiro.
El compadre lo había observado ese día, se conocían desde hace 30 años. Trabajaban cara a cara en la línea. Se adivinaban las miradas. El Chelo, por otro lado, era intuitivo y olía intenciones a lo lejos. Desde el sector de tripas los observaba, siempre atento mientras afilaba su cuchillo sacando un poco la lengua para respirar mejor. A la hora de la colación, el compadre Huasco y Octavio se encontraron frente a frente en el túnel de congelado y derechamente le preguntó a Octavio que pasaba. Él no sabía mentir y aunque lo hiciera, su compadre lo adivinaría. Trató de no mirarlo fijo. En el intertanto urdió una excusa para cambiar el tema. Se detuvo y dio la media vuelta. Chelo, quien en ese momento limpiaba sus botas en el pediluvio, no le sacó los ojos de encima. No compartiría este premio por nada del mundo. Se repetía a si mismo una y otra vez. Un día quería morir y hoy quería arrancar sin mirar a nadie, tragarse el mundo y gozar del dinero.
− ¡Compadre acompáñame a la cámara cinco y te cuento! −dijo finalmente.
Caminaron sintiendo el frío del lugar, donde los productos eran mantenidos a varios grados bajo cero . Entraron en una antigua cámara que estaba en mal estado. Octavio, se tocó el bolsillo interior de su chaqueta y se aseguró de que el billete continuara en el mismo lugar. Miró a su compadre con una mirada fría y distante y sin dar explicación, en un movimiento rápido y decidido, salió del lugar raudamente y cerró la puerta, dejando al compadre en el interior. Sabía que la puerta en mal estado del lugar mantenía su cerrojo imposibilitado de abrir por dentro.
Al poco andar, se sintió preso de ideas revueltas y sin sentido que se iban apoderando de cada uno de sus pasos, como un estado de locura temporal. Trató de focalizarse, pero su mente escupía palabras difíciles de entender. Sólo podía pensar en el billete. Respiró entrecortado, tratando de apurar el paso por los túneles de congelado, mientras el camino se hacía oscuro y eterno. De pronto perdió el sentido de la ubicación. Confundió el camino de vuelta a la faena y al darse cuenta retomó en forma rápida para no resbalar, producto de los restos de hielo acumulado en las orillas del pasillo. En forma sorpresiva apareció el Chelo y lo llamó desde el otro lado del andén
—¡Octavio, andan buscando al Huasco! ¡Dicen que lo vieron contigo entrar a la cámara 5! —. Agachó la cabeza y pretendió no escuchar, tocó nuevamente el bolsillo interior y siguió su camino sin atender a los llamados.
El Chelo lo siguió, intuyendo que algo pasaba. Pero apenas lo alcanzó porque se le congelaron los pies al caminar por esa sección sin usar el calzado apto para el hielo. Octavio que había crecido en los recovecos del frigorífico sabía perfectamente por donde caminar. Lo que no recordaba producto de la idea fija de escapar, era que las cámaras de seguridad vigilaban cada rincón como ojos mágicos y todopoderosos.
Se encerró en la zona de camarines para sacar las cosas del locker y largarse. −No lo voy compartir. Si reparto el premio, regalo mi felicidad con quienes no me acompañaron en mis días grises –. Su cabeza no dejaba de hablarle del resentimiento. Escuchó gente correr afuera. Al tratar de salir, apareció el Chelo en la puerta impidiéndole el paso, preguntándole a viva voz que es lo pasaba. De pronto una nube en la cabeza de Octavio no lo dejó ver ni pensar con claridad. Sólo fijó sus ojos en el cinto de su compañero, que llevaba aún colgando su cuchillo de trabajo. En un movimiento precipitado lo sacó y se lo enterró a Chelo a la altura del hígado. Sintió como el filo atravesaba las carnes con precisión y soltura. La mente en negro, mientras sus manos se mandaban sola. Sabia perforar, lo había hecho durante toda su vida. Lo hizo en el lugar perfecto, el Chelo no se pararía.
Cortó camino hacia la salida por la sección del secado de cueros. Nadie lo vería. Aun le quedaban rastros de sangre en sus manos, no era raro, era un matarife. No llamó la atención de nadie. A esa altura avanzó sin atender lo que pasaba a su alrededor.
Habían pasado 45 minutos desde que el Huasco había quedado encerrado en la cámara de congelado y el Chelo yacía tirado en mitad del camarín, mientras su sangre escurría tibia y gorgoteante por los pasillos de la zona limpia. Se abrió paso en cámara lenta para escapar por la salida de los riles que iban a parar al Estrecho. Se apuró. A lo lejos se escuchaban gritos y carreras. Todos buscaban al culpable. Se deslizó por las piedras cuidadosamente tratando de no resbalar y no parar de bruces en las gélidas aguas del mar. Respiró una vez más, tocó su bolsillo interior sin pensar, a esa altura instaurado como un tic nervioso. De pronto una presión en la cabeza lo hizo titubear si continuar o no. El guardia casi lo alcanzó, se le unieron otros que trataron de correr con mayor rapidez y al tratar de esquivar las piedras , resbaló un par de metros perdiendo el control de su cuerpo .
Lo que Octavio no sabía, es que un suicida nunca deja de serlo y al quedar sin escapatoria frente al acantilado recordó el plan inicial, dio un último vistazo al cual fuera su trabajo de toda la vida y se olvidó que el billete había sido su única compañía las últimas horas.
FIN
¿Te gustó el relato?
Por favor puntúalo a continuación y visita más abajo la sección de comentarios.
¡Participa en la discusión en torno a este relato!
Cecilia Saá Bahamondes escribe desde la austral ciudad de Punta Arenas. Ha participado en concursos regionales obteniendo diversas distinciones. Algunos de sus cuentos han sido publicados en las Revista Mal de Ojo y en la revista Clan Kutral . Ha participado en la antología digital “Cuentos de Navidad” y microcuentos «Contra toda violencia». Actualmente escribe relatos cortos sobre mujeres en forma semanal para la Revista FemPatagonia.
Uuuuuu que cuento !! Entre la locura y la violencia…me dejó helada !!bravo!
¿Podemos ser presos de una locura temporal y acabar con todo?