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Algo contigo

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Su escritorio estaba frente al de él. Ella había llegado hace poco a la oficina. Sus miradas se cruzaron tempranamente. Las pestañas de Isabel revoloteaban en cada mirada, sus pupilas eran de primavera, su sonrisa iluminaba el espacio cada vez que aparecía. Él posaba un ojo en el computador y el otro lo dejaba libre en búsqueda de su rostro. Leopoldo, de apariencia fornida, sentía que su nombre era imponente como su estatura, pero nadie más lo sentía así. Para todos era Leo o simplemente Leíto, el paciente, voluntarioso, solidario, el que no se enojaba con nada, ni siquiera con las bromas de su estatura o sus “zapatos de lancha”. Leíto, ayúdame con este archivo; Leíto, dame tu opinión de este informe; Leíto, tendrás algún dato de antivirus; Leíto, Leíto, Leíto.

Pero Isabel era distinta. Siempre hubo algo especial. Desde su escritorio le preguntaba cosas de trabajo, como todos, pero también si le gustaban la comida china, dónde vivía, dónde nació, dónde compraba esos zapatos tan grandes. Él, embobado, solo balbuceaba respuestas simples monosilábicas acompañadas de sonrisas infantiles y movimientos de cejas. No eres de muchas palabras Leopoldo, pero igual me caes bien, le decía cada vez que lo bombardeaba de preguntas. Efectivamente no era de muchas palabras. Esa era su gran debilidad. Le costaba un océano entablar una conversación. Siempre fue así, de escasas palabras y de abundante sonroje. Por eso le acomodaba bastante este trabajo de oficina donde tenía que estar gran parte del día frente al computador, su aliado fiel para comunicarse con el mundo en forma más digital que verbal y eso no lo complicaba. Hasta ahora. A Isabel quería hablarle, preguntarle sobre su vida, contarle anécdotas, comentarle la película que vio, pero se limitaba a enviarle correos o chats con un afiche de buenos días, hacerle comentarios simpáticos de lo que iba sucediendo durante el día en la oficina y de vez en cuando un inesperado y coqueto emoticón, con el que conseguía que ella se inclinara un segundo en su escritorio, mostrara la mitad de su rostro, lo mirara y él viera su sonrisa y el guiño de su ojo. Cómo deseaba que mientras ese ojo se cerraba serenamente, el otro estuviera abierto y no fuera sólo un simple parpadeo de ambos.

Ensayaba en su casa por horas la forma de invitarla a salir o de elegir las mejores y más lindas palabras para decirle lo que sentía, pero en vano llegaba a la oficina envalentonado y toda su valentía se esfumaba detrás de su escritorio. Hasta que llegó ese viernes esperado.

Se acercaba el balance y sabía que él e Isabel tendrían que quedarse hasta pasada la hora de salida en la oficina. Sería el momento perfecto: silencio, menos luz, ellos solos. Leopoldo cortó su pelo, se puso su mejor camisa, lustró sus mejores zapatos, su afeitado era perfecto cual comercial de televisión, se perfumó de la botellita que nunca había abierto. Isabel estaba más linda que nunca, más simpática que nunca, más radiante que nunca. Su plan no fallaría.

Uno a uno se fueron del trabajo todos sus compañeros y sólo quedaron ella y él. Que les cunda le ironizaban algunos al despedirse.

Leopoldo dejaría de ser por una vez en la oficina simplemente Leíto, de eso estaba seguro. Ella desde su escritorio trabajaba afanosa, pero de vez en vez le regalaba una media sonrisa, un suspiro o un guiño casual, combustible suficiente para acelerar el corazón de Leopoldo hasta la taquicardia.

Ya decidido, esperó el momento justo. En medio de un silencio románticamente cómplice, subió el volumen de su computador y abrió el archivo con la canción que había elegido para la ocasión. Mientras el cantante comenzaba a hacer lo suyo, él se puso de pie, miró fijamente sus lindos ojos y el esplendor de todo su rostro. Leopoldo al unísono con la voz del cantante, pero hablando, le comenzó a decir, acercándose lentamente a ella:

“¿Hace falta que te diga que me muero por tener algo contigo?

Es que no te has dado cuenta de lo mucho que me cuesta ser tu amigo.

Ya no puedo acercarme a tu boca

Sin desearla de una manera loca…”

Sus miradas cruzadas eran chispas de hoguera. Leopoldo avanzaba, Isabel se puso de pie y también dio dos pasos.

“…ya me quedan tan pocos caminos

y aunque pueda parecerte un desatino,

no quisiera yo morirme sin tener

algo contigo”

Quedaron frente a frente, sus rostros en tonos rojizos, sus ojos como espejos de reflejos infinitos. Isabel acercó sensualmente sus labios a su oído y le susurró:

“bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez…”

FIN

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Carmen

Que lindo y suavemente la atracción bello! Me encantaaaaa

Ruthy

Lectura romántica, sentimientos a flor de piel. A Leíto le faltaba ese acto de valentía; bonita desición!!..el amor siempre hace bien..

Areli

me gustó este cuento…. de lo cotidiano a lo romántico…la melodía de la canción se reproduce en mi cabeza.. jajajaj

R.R.

Gracias por tu comentario. El cuento estaba guardado en el taller de reparaciones, hasta que salió a la luz.

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